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CUADERNO DE TLALOC. Retazos filosóficos de los siglos XIX, XX y XXI.

EL ARBOL DE LA VIDA

Imaginad un árbol que partiendo de un gran tronco, comienza a dejar enormes ramas para un lado y para otro, a diferentes alturas. De cada una de estas grandes ramas a su vez surgen ramas menores en todas direcciones, naciendo de la rama común a diferentes alturas. El proceso de división continúa, con ramas cada vez más numerosas y finas.  El final, tenemos diminutas ramitas que acaban todas y cada una de ellas en un brote verde. No pensemos en hojas, sino tan sólo en brotes en las puntas de las últimas ramitas. No estamos viendo la evolución, el crecimiento del árbol, sino el árbol actual en su desarrollo pleno.

El árbol tiene una copa inmensa en forma acampanada que cubre una gran extensión. Ahora en un ejercicio de imaginación, suprimimos el árbol y mantenemos en su sitio únicamente los brotes verdes de los extremos de las ramitas. 

Esta última imagen es una metáfora del árbol de la vida. Lo único que observamos son los brotes verdes, que son la metáfora de las especies biológicas obervables; pero la historia de cada brote depende de la ramita que lo substenta, la cual depende a su vez de la rama mayor de la que cuelga a determinada distancia de otra rama aún mayor, y así hasta el tronco general. La evolución no es sino el camino que recorren los brotes. Unos surgen de las ramitas finales por bifurcación; otras veces se agostan y perecen, y a veces cae el último brote de una rama entera.

Un par de brotes (especies) está más o menos emparentado cuanto menos ramas haya que recorrer, primero hacia abajo y luego hacia arriba para ir de uno a otro.  Llamaremos clado a todo conjunto de brotes que cumple la siguiente propiedad: todos los brotes del conjunto, y sólo esos brotes, caerán al suelo si un hipotético podador efectúa un corte de una determinada rama a una determinada altura. Es evidente que no todo conjunto de brotes es un clado. Algunos clados reciben nombres propios, por agrupar a brotes (especies) con características comunes buien definidas; así ocurre con el clado de los mamíferos, de los insectos o de los primates. Los propios clados, como conjunto de brotes, se jerarquizan en órdenes de magnitud anidados: del tronco principal se desgajan cinco reinos

El naturalista tiene a su disposición los últimos brotes para observar, más los restos fósiles de algunos de los que en su momento fueron verdes brotes. Con estos datos debe reconstruir el árbol entero, con la totalidad de su ramaje. Con los brotes actuales, dispone de sus características físicas y moleculares (lo que denominamos características fenotípicas y genotípicas); y con los fósiles, tan sólo de las características físicas. 

La realidad es siempre complicada, y la localización física de dos brotes puede ser  próxima, aunque pertenezcan a ramitas dispares, de modo que por la mera disposición de los brotes no podemos intuir completamente la estructura del árbol. Así, en el árbol de la vida dos especies exhibir ciertas analogías por convergencia evolutiva, sin que este hecho apoye la cercanía filogenética de ambas especies. Similarmente, una aparente lejanía relativa en la disposición de los brotes puede inducir a pensar falsamente en  una lejanía en cuanto a filiación respecto a la estructura ramificada del árbol de la vida.

Ni existe una dierección privilegiada hacia la que crecen las ramas, ni existe una longitud estandar de cada ramita antes de que se bifurque. La isotropía domina el crecimiento del árbol cuando no existen otras fuerzas que empujan el crecimiento en uno u otro sentido. Más exactamente; la tendencia del árbol es a crecer por igual en todas direcciones. Lo que ocurre es que las condiciones locales son diferentes en cada brote, y algunos nacen en zonas poco privilegiadas y terminan muriendo, mientras que otros tienen más suerte y progresan, conviertiéndose en la punta de una ramita creciente que con más suerte aún derive en una nueva bifurcación a partir de la cual dos brotes diferentes comiencen su historia por separado.

 

 

DE LA CUADRUPLE RAIZ DEL PRINCIPIO DE RAZON SUFICIENTE

Recensión del libro de Arthur Schopenhauer

 

I CAPITULO PRIMERO

1.- El método

            Dos leyes, dicen, la de la homogeneidad y la de la especificación, deben emplearse en igual medida, sin abusar de la una con perjuicio de la otra. La primera nos enseña a percibir semejanzas u armonías en las cosas, para establecer los conceptos de especie y de géneros, incluso las más generales de familia. Aplicando el principio de “entia praeter necessitatem non esse multiplicanda”(1) se supone una correspondencia de dichos conceptos con la naturaleza. A su vez, Kant enuncia la ley de la especificación: “entium varietates non temere esse minuendas(2) según la cual debemos separar escrupulosamente los géneros agrupados en la vasta noción de familia, y las especies agrupadas en sus géneros.

            Kant y Platón parecen recordarnos la importancia de ambas leyes, como raíz constituyente de lo más sagrado de la ciencia arrojada a los hombres con el fuego de Prometeo.

2.- Su empleo en el presente  caso

            La segunda de estas dos leyes generales ha sido poco aplicada al principio de razón suficiente para separar cada una de sus muy diversas aplicaciones. En efecto, el uso del principio de homogeneidad usado en ausencia de su contrario ha conducido a múltiples errores. Esto se demuestra comparando la filosofía kantiana con todas las anteriores. Según Kant, “es de la más alta importancia aislar los conocimientos que por su especie y origen son distintos de los demás, y evitar cuidadosamente que se confundan en una amalgama con otros, con los cuales suele mezclarles el uso.”(3)

3.- Utilidad de esta investigación

4.- Importancia del principio de razón suficiente (PRS)

         Lo que distingue a la ciencia de un mero agregado de conocimientos es que en la ciencia sus verdades nacen unas de otras como de su propio principio. Es el PRS el que encadena tales verdades unas a otras.

            Además, todas las ciencias tienen nociones de causa y nociones de necesidades de las consecuencias que emanan de las causas. Y como el principio, supuesto por nosotros a priori, de que todo tiene una razón, nos autoriza a preguntar en todas las cosas el «porqué», de aquí que este «porqué» pueda considerarse como la madre de todas las ciencias.

5.- El principio

          Lo enunciaremos mediante la siguiente fórmula, tomada de Wolf:

Nihil est sine ratione cur potius sit, quam non sit (Nada existe sin una razón para que sea, más bien que para que no sea).

II  CAPITULO SEGUNDO

 Resumen de las más principales vicisitudes del

principio de razón suficiente hasta nuestros días.

6.- Primera fórmula del principio y separación de dos de sus distintos significados.

       Platón y Aristóteles no le presentan aún como un principio fundamental; pero, sin embargo, hablan de él muy a menudo como de una verdad evidente por sí misma. Platón dirá: “necesario es que lo que llegue a ser, lo sea por alguna causa, pues, en efecto, ¿de que otro modo podría suceder? (Filebo); y “Además, todo lo que deviene, deviene necesariamente por alguna causa; es imposible, por tanto, que algo devenga sin una causa.” (Timeo)

         Plutarco incluye entre los principios de los estoicos: “éste especialmente parecería ser el primer principio: que nada llega a ser sin causa, sino que (todo) es acorde a causas  precedentes.”

             Aristóteles en sus Tratados de lógica afirma: “Nosotros creemos saber de una manera absoluta las cosas y no de una manera sofística, puramente accidental, cuando creemos saber que la causa por la que la cosa existe es la causa de esta cosa, y por consiguiente, que la cosa no puede ser de otra manera que como nosotros la sabemos.”

             Aristóteles distingue entre cuatro clases diferentes de causas; y éste será el origen de las cuatro clases de causas de los escolásticos: causas materiales, formales, eficientes y finales. Aristóteles diferencia entre razón o principio  de conocimiento y causa. Explica que son cosas distintas el saber y demostrar qué es una cosa y el saber y demostrar porqué es esa cosa como es. Llama al segundo conocimiento de causa y al primero, principio de conocimiento sin llegar a una precisa comprensión de la diferencia, toda vez que se refiere a ambos con la misma palabra αίτιον..

             Sexto Empírico confunde ambos conceptos cuando afirma: «El que afirma que no hay ninguna causa (αiτια), o no tiene ninguna causa (αiτια) para afirmarlo, o tiene alguna. En el primer caso, su afirmación no es más verdadera que la contraria; en el otro, por su misma afirmación demuestra la existencia de la causa.»

            Vemos por tanto que los antiguos no diferenciaron convenientemente el principio de conocimiento como base del juicio de la causa como génesis del hecho real.

7. Descartes

            Descartes tampoco tiene clara la diferenta entre principio de conocimiento y causa. Habitualmente, allí donde la ley de causalidad exige una causa, sustituye ésta por el principio de conocimiento. Así da una muestra del argumento ontológico de existencia de Dios, versión de la original de San Anselmo: así como todas las cosas necesitan una causa para existir, a Dios le basta la inmensidad, latente a su propio concepto. Descartes afirma: “en el concepto de ente de suma perfección (Dios), está contenida la existencia”

             Examinado a buena luz, este pase mágico es un cuento: ya Aristóteles había advertido, como profetizando contra la escolástica: demostrando concienzudamente en el capítulo 7 del 2° libro Analyticorum posteriorum, que la definición de una cosa y la prueba de su existencia son dos materias distintas y que nunca deben confundirse, pues por la primera de ellas investigamos lo que una cosa pueda ser, y por la otra, si esta cosa existe; y, como un oráculo del porvenir, expresa esta sentencia:

“la existencia no forma parte de la esencia: el ser de las cosas no pertenece a su existir”

            De otros filósofos, como Hegel, se puede decir que su filosofía toda es una monstruosa amplificación de la prueba ontológica. No se espere de mí que hable con respeto de quienes han hecho despreciable la filosofía.

8. Spinoza

          En cierto modo la filosofía de Spinoza consiste en la refutación del doble dualismo de su maestro Descartes: Dios-mundo por un lado y alma-cuerpo por el otro. No obstante, permanece fiel al error de su maestro en cuanto a la confusión entre principio de conocimiento y su consecuencia por un lado, y causa y efecto real por el otro. Esta confusión es además la base de todo su panteísmo.

            En efecto, comenzando por una noción (de Dios) en la que están implícitos todos sus atributos, se puede ir deduciendo de forma explícita por juicios analíticos dichos predicados esenciales. La suma de todos ellos constituirá la definición del concepto, diferente de la noción tan sólo por su forma. Resulta que dichos juicios pueden considerarse la consecuencia  de la noción, y ésta el principio de aquellos, se trata, pues, de la relación del principio de, conocimiento con sus consecuencias: todo lo contrario del deísmo (el de Spinoza es un deísmo nominal), que adopta la relación de causa y efecto, en la cual la consecuencia es distinta del principio, no como en aquél, sólo por la manera de considerar estos dos elementos, sino en sí misma y constante, esto es, como una verdadera separación.

            En ciertos momentos sus afirmaciones demuestran explícitamente su confusión de principio de conocimiento con causalidad, como aquí:

“Debe notarse que se da necesariamente alguna causa determinada de cada cosa existente. Por último, debe notarse que esa causa, en cuya virtud existe una cosa, o bien debe estar contenida en la misma naturaleza y definición de la cosa existente (ciertamente, porque el existir es propio de la naturaleza), o bien debe darse fuera de ella.”(4)

          El error es palmario: en el segundo caso se refiere a una causa eficiente, y en el primero se trata de un principio de conocimiento. Sin embargo Spinoza identifica ambos, preparando el terreno para identificar a Dios con el mundo.

            Así, pues, el panteísmo de Spinoza sólo es realmente la realización de la prueba ontológica de Descartes. Spinoza comienza su Ética con la frase: Por causa de sí entiendo aquello cuya esencia implica la existencia, o, lo que es lo mismo, aquello cuya naturaleza sólo puede concebirse como existente”, sordo a Aristóteles, que le grita: “la existencia no forma parte de la esencia: el ser de las cosas no pertenece a su existir” confusión una vez más entre principio de conocimiento y causa.

 9. Leibniz

          Leibniz fue el primero que enunció el PRS como un principio fundamental. En ocasiones parece intuir la diferencia de las dos principales significaciones, pero no lo expresa claramente: “en virtud del cual consideramos que no podría hallarse ningún hecho verdadero o existente, ni ninguna enunciación verdadera, sin que haya una razón suficiente para que se así y no de otro modo.”(5)

 10. Wolf

             Wolf va a ser el primero que separe convenientemente los dos significados de nuestro principio  contraste sus diferencias. Sin embargo no coloca en PRS en la lógica, sino en la ontología. Nos recuerda que no cebe confundirse el principio de razón suficiente del conocimiento con la causa y el efecto, pero no determina exactamente las diferencias. Sin embargo, más adelante pone como ejemplos del PRS ejemplos de causa y efecto, y de motivo y acción.

            Según  Wolf “Principio se dice, aquello que en sí contiene la razón de otra cosa, y le divide en tres clases, a saber:

 1)"principium fiendi" principio del devenir (causalidad), que define como: el que contiene la razón de la realidad de otra cosa; por ejemplo, si se calienta una piedra, el fuego o los rayos solares son las razones del porqué el calor esté en la piedra.

  2) "principium essendi", el que contiene la razón de posibilidad de otra cosa; en el mismo ejemplo, el porqué la piedra pueda recibir calor; está en la esencia o en el modo de composición de la piedra misma.”

  3) “principium cognoscendi”.

11. Filósofos desde Kant hasta Wolf

12. Hume

         Hume fue el primero a quien se le ocurrió preguntar de dónde traía esta ley de causalidad su autoridad, y pidió sus cartas de crédito. Su postulado es que causalidad no es sino sucesión temporal, conocida por nosotros empíricamente. Fácilmente se descubre la falsedad de esta aseveración, y no es difícil tampoco rebatirla, pero el mérito está en la pregunta misma, que constituyó el inicio de profundas reflexiones en Kant.

14. Sobre las demostraciones del principio

            Muchas de las pretendidas demostraciones del PRS descansan realmente en juegos de palabras y círculos viciosos de razonamiento. Al respecto de la demostración del PRS se debe decir, con Aristóteles: “buscan, en efecto, una explicación de aquellas cosas de las que no hay explicación, pues el principio de la demostración no es una demostración.” (6)

            Buscar una demostración del PRS es un absurdo: toda demostración es la exposición de la razón de un juicio enunciado, al cual por eso se llama verdadero. El PRS es precisamente la expresión de la necesidad de una razón para todo juicio. El que pide una demostración del PRS pide una razón del propio PRS, esto es; lo presupone verdadero y apoya su necesidad en dicha suposición. O dicho de otro modo: pide una demostración del derecho a exigir una demostración

II  CAPITULO TERCERO

Insuficiencia de la fórmula empleada hasta aquí, y

bosquejo de la nueva

15. Casos que no están comprendidos en las significaciones del principio expuestas hasta aquí.

         Dos aplicaciones diferentes se han hacho en lo hasta aquí desarrollado del PRS: la una, relativa al juicio, que para ser verdadero "necesita” siempre  una razón, y la otra, respecto de los cambios de los objetos reales, que deben tener siempre una causa. En ambos casos el PRS responde a la pregunta ¿por qué? Ahora debemos preguntarnos si en estos dos grupos están contenidas todas las aplicaciones del PRS. Sin embargo, antes de responderla debemos determinar qué es lo que constituye el carácter peculiar del PRS en todos los casos, para establecer el concepto de género antes de los conceptos específicos.

16.- La raíz del principio de razón suficiente

            Nuestra facultad cognoscitiva se descompone en sujeto y objeto. Ser “objeto para el sujeto” y ser nuestra representación es lo mismo. Pero encontramos todas nuestras representaciones, en su forma ordinaria, se nos hacen perceptibles relacionadas unas con otras, nada se nos presenta separado, aislado, independiente y con existencia propia. Esta conexión es lo que expresa el PRS en su generalidad.

            Ahora bien este principio es susceptible de presentarse de diversas formas en función de la manera de presentarse los objetos. Las relaciones que sirven de fundamente al PRS serán las llamadas raíces del mismo. De acuerdo a los principios de homogeneidad y de especificación, podremos dividir estas relaciones en cuatro grupos bien definidos y diferentes., que son las cuatro formas en que todo lo que puede ser objeto de nuestro conocimiento se divide.

  II  CAPITULO CUARTO

Primera clase de objetos para el sujeto, y forma en que se

presenta en ellos el principio de razón suficiente.

17.  Explicación general de esta clase de objetos

La primera clase de objetos que pueden caer bajo la acción de nuestras facultades cognoscitivas, la constituyen las representaciones intuitivas (en oposición a lo meramente pensado, a los objetos abstractos), totales (que contienen lo formal y lo material del fenómeno), y empíricas (tienen su origen en nuestra sensibilidad, no en el intelecto). Son los objetos que forman la realidad empírica, aunque serán tratados aquí como representaciones.

18. Bosquejo de un análisis transcendental de la realidad empírica.

            Estas representaciones se nos dan en el espacio y en el tiempo. Estos son las dos formas de representación de los objetos de la realidad empírica.

Si el tiempo fuera la forma exclusiva, no podría darse simultaneidad, ni permanencia ni duración. El tiempo es perceptible por su contenido, por el cambio de las cosas que están en el tiempo. Así, la permanencia de un objeto la conocemos por su contrario: la mutación de los objetos que le rodean. La idea de coexistencia no se puede dar en el tiempo, sino que necesita, para completarse, la idea de espacio. En el tiempo todo se nos muestra sucesivamente, en el espacio, simultáneamente.  Así, sólo la unión del espacio y del tiempo hace posible estas representaciones.

Si por el contrario fuera el espacio la forma exclusiva de representación empírica, no podría darse ningún cambio. Vemos que ambas formas de representación empírica difieren fundamentalmente en lo siguiente: lo que a una de ellas le es esencial, en la otra carece de significación. La simultaneidad no se da en el tiempo, ni la sucesión en el espacio. La condición de la realidad es una íntima unión de estas dos representaciones. Esta unión crea la inteligencia que relaciona aquellas formas heterogéneas de la percepción sensible. Así, se forma la realidad empírica como una representación de conjunto, mantenido por el PRS.

19. Presencia inmediata de las representaciones

            Declaramos pues que la realidad empírica  es la reunión de las formas de la sensibilidad interior (temporal) y exterior (espacial), operada por la inteligencia, para representarse la materia y el mundo exterior. La inmediata presencia de las representaciones quiere decir que son conocidas en la inteligencia, que es una facultad intuitiva. Y son conocidas de una doble manera:

            1.- Como completa integración del tiempo y el espacio para formar el complejo de la realidad empírica.

            2.- Como representaciones de la sensibilidad interior, en el momento estrictamente presente.

            En lo tocante a la inmediata presencia en la conciencia del individuo, ésta conserva, por la función de la inteligencia, la idea de un concepto totalmente comprensivo de la realidad. Así, las representaciones son tenidas por cosa diferente de lo que se muestran cuando están presentes en nuestra conciencia. En el primer caso son llamadas cosas reales, y en el segundo, meras representaciones. Esta postura es conocida como realismo, contrapuesta con la nueva filosofía del idealismo, según Kant en la Crítica de la razón pura, «Entiendo por idealismo transcendental de todos los fenómenos, la doctrina según la cual nosotros les consideramos como meras representaciones, y no como cosas en sí»

             El realismo olvida que la llamada existencia de ’estas cosas reales no es más que un estado de representación. Leibinz comprendió perfectamente cómo el objeto está condicionado por el sujeto, pero no pudo liberarse del pensamiento de una existencia en sí del objeto, independientemente de toda relación con el sujeto. Es decir: imagino, además del mundo de las representaciones, la existencia de un mundo de las cosas en sí. Así, cuando quiere explicar la esencia de los objetos existentes objetivamente, se ve en la necesidad de explicarlos a través de sujetos (mónadas).

            A partir de ahora, cuando hablemos de “objetos reales” nos referiremos siempre a sus representaciones intuitivas, ligadas o relacionadas, que forman el complejo de la realidad empírica.

20. Principio de razón suficiente del devenir

            Para esta clase de objetos para el sujeto, el PRS aparece como ley de causalidad. Lo llamaremos PRS del devenir, principium rationis sufficientis fiendi.

             Todos los objetos que forman la representación general del complejo que constituye la realidad empírica están ligados unos con otros en función de los diversos estados que pueden adoptar, y por tanto en la dirección del transcurso del tiempo. Este principio toma la forma siguiente:

            Cuando uno o más objetos se presentan en un nuevo estado, debe haber sido precedido por otro anterior, al cual sigue regularmente (esto es: siempre). Tal proceso de llama sucesión. Al primer estado se le denomina causa y al segundo efecto. Todo efecto, en el momento de producirse, es un cambio; y demuestra precisamente porque antes no existía, que se produjo otro cambio anterior a él, que es con respecto a éste, su causa, como es efecto de otra causa anterior a él.

             Esta es la cadena de la causalidad, necesariamente sin inicio. La aparición de todo nuevo estado es consecuencia de otro cambio anterior, y así in infinitum. Cuando un estado tiene todas las características menos una para producir un nuevo estado, a esta última se le puede llamar causa por excelencia (κατ εξοχήν); sin embargo para la determinación causal de las cosas no tiene más importancia que las demás.

            Así, vemos que estados son causa de otros estados. Es un error ubicuo en la filosofía considerar a los objetos causas unos de otros, en lugar de a los estados: la ley de causalidad se refiere exclusivamente a los cambios, o sea, al aparecer y desaparecer los estados en el tiempo. Todo cambio sólo puede aparecer, según una regla determinada, cuando le ha precedido otro a consecuencia del cual necesariamente se produce; esta necesidad es el nexo causal.

             Estos falsos y extraviados conceptos de la ley de causalidad tienen quizá su origen en la obscuridad del pensamiento; pero, en ocasiones, detrás de tal obscuridad se oculta la intención teológica, que, husmeando de lejos la prueba cosmológica, se dispone a servir y hasta a falsificar verdades transcendentales a priori, ese biberón de la razón humana. Se ve claro que causa prima, lo mismo que causa sui son dos contradictio in adjecto (7) Todo debe tener una causa anterior, y ningún estado puede ser causa de sí mismo. Tampoco se puede imaginar un primer estado de la materia, del cual, puesto que ya no es, hayan salido todos los cambios ulteriores, pues si hubieran tenido su causa en él mismo, éstos hubieran existido siempre y no sólo ahora. Si suponemos que empieza, en un determinado tiempo, a ser causa, supondremos necesariamente que ha cambiado en ese tiempo, con lo que habrá dejado de estar en reposo; pero esto supondría un cambio, cuya causa, esto es, otro cambio anterior, tendremos que investigar, y así nos perderemos otra vez, cada vez más allá, en la inexorable ley de la causalidad, in infinitum, in infinitum.

             La ley de causalidad nos es conocida a priori (8) , por lo que tiene carácter transcendental y es aplicable a toda experiencia posible. Llamamos a esta forma del PRS “del devenir” pues trata precisamente del paso de un estado a otro, y por lo tanto de un devenir. El carácter esencial del mismo es que la causa preceda al efecto en el orden del tiempo, y sólo por él se sepa sin duda quién es causa y quién efecto.

             De la ley de causalidad se deducen dos corolarios que se nos presentan como verdaderos a priori, por encima de toda duda: la ley de la inercia y la ley de la permanencia de la substancia.

             La ley de inercia consiste en que todo estado, así como el reposo de los cuerpos y también su movimiento, permanece inalterable, sin perder cantidad ni duración  mientras no existe una causa que los modifique.

            La ley de la permanencia de la substancia explica que la ley de causalidad se refiere en todo caso a los estados de los objetos, a los cambios de la materia, su movimiento, forma, cualidad, inmovilidad; y comprende su aparición y desaparición en el tiempo; pero en modo alguno a la existencia del propio objeto de esos cambios. Al objeto de dichos cambios se le da el nombre de substancia, para resaltar precisamente su permanencia y exclusión de idea de nacimiento o muerte. La ley de permanencia de la substancia no puede ser aprehendida a posteriori, empíricamente; no sólo por la imposibilidad de comprobarlo en la mayor parte de las situaciones, sino porque con el mero examen de casos, por inducción adquirimos una certeza aproximada, y por lo tanto precaria y condicional; y nuestra ley es de otra naturaleza, incontrovertible y segura. Diremos por tanto que se trata de un conocimiento trascendental, queriendo indicar con ello que es aplicable a toda experiencia y anterior a ella.

             Ambas leyes deben considerarse corolarios de la ley de causalidad, la cual no es sino un enunciado del PRS aplicado a los objetos de la realidad empírica.

            Defendemos en este tratado que el concepto filosófico de sustancia es idéntico al de materia, pues sólo en el concepto de la materia puede realizarse en concepto de sustancia.  Tenemos por lo tanto dos cosas completamente diferentes: la substancia (materia), objeto de cambio, y las fuerzas naturales originarias, mediante las cuales son posibles dichos cambios dando a las causas su causalidad, esto es: su capacidad de producir efectos, de la cual la toman como a préstamo. Causa y efecto son la necesaria sucesión de cambios en el tiempo. Las fuerzas naturales mediante las cuales las causas obran sin embargo, están fuera de estos cambios y en este sentido, fuera del tiempo; siempre presentes, inagotables. La causa y el efecto son siempre particulares, un cambio particular. Las leyes naturales en cambio son inmutables, existentes en todo tiempo y lugar.

            La confusión de fuerza natural con causa es perniciosa para la claridad de conceptos. No podemos ni suponer que son causas de algo, si, menos aún, que son efectos de causas anteriores. Otra cosa es disminuir las fuerzas a un número menor, refiriendo unas u otras, como ocurre con el magnetismo y la electricidad, por ejemplo.

            La causalidad, esa guía de todos los cambios, aparece en la naturalez bajo tres formas diferentes:

            1.- Como causa, stricto sensu. Es la que produce exclusivamente las varaciones en el reino inorgánico, el dominio de la física, la química y la mecánica. Sólo a ella es aplicable el principio newtoniano de “acción y reacción son iguales una a la otra, es decir, que el estado anterior (causa) produce un cambio (efecto) igual en intensidad al que le ha provocado. En ese caso existe proporcionalidad, de modo que la causa se puede medir por el efecto y viceversa.

            2.- Como excitación  o estímulo. Dirige la vida orgánica vegetal y la inconsciente animal. Se caracteriza por la ausencia de los caracteres de la forma anterior: no hay proporcionalidad entre causa y efecto.

            3.- Como motivo. Dirige las acciones conscientes animales. Implica un grado de inteligencia, con un conocimiento previo del medio.

            La diferencia entre los tres depende del grado de sensibilidad del sujeto: una piedra necesita un buen empujón, y a un hombre le basta una mirada. Pero los tres son movidos con la misma necesidad por una causa suficiente.

            Respecto al  motivo, el intelecto humano es doble: por un lado tiene el conocimiento (por medio de la intuición) y por otro el conocimiento por medio de la razón (que no está relacionado con la actualidad). Por eso el hombre tiene la posibilidad de elección consciente, puede ejercitar su poder sobre su voluntad, por consiguiente, se verá determinado por el motivo más fuerte con la misma necesidad que rueda una bola impulsada por un taco.

            Si existiera, la libertad de voluntad significaría poderse decidir por dos acciones diferentes en una determinada situación. Pero eso es un absurdo., de manera que debemos negar la existencia del libre albedrío. En lo esencial, Kant (9) enseñaba lo mismo.

            21. Aprioridad del concepto de causalidad, intelectualidad del conocimiento empírico; la inteligencia.

Se repite constantemente que el conocimiento del mundo exterior es cosa de los sentidos, pero no se menciona apenas la intelectualidad de ese conocimiento. Es en efecto la inteligencia, por medio de la forma de causalidad, condicionada por el espacio y el tiempo, transforma esas groseras sensaciones de los sentidos creando y dando forma con ellas al mundo exterior objetivo.

La propuesta del realismo es absurda: que el mundo exterior tiene una existencia objetiva y real con independencia  de nuestra participación el él, y que llega a nuestros cerebros tal cual es por medio de las impresiones de nuestros sentidos.

Lo primero es la sensación. Para empezar, la sensación de nuestros sentidos no tiene nada de objetiva. Podrá ser desagradable o agradable, pero sólo  se trata de una relación con nuestra voluntad.

Lo segundo en operar es la inteligencia. Entra en actividad usando la ley de causalidad y se opera una importante transformación: las impresiones subjetivas pasan a ser conocimiento objetivo. Efectivamente, la inteligencia concibe a priori (antes de la experiencia, pues aún no es posible ésta) las sensaciones como efectos, que deben tener sus correspondientes causas. Al mismo tiempo nuestro cerebro llama a su auxilio a la forma de sensibilidad exterior, esto es: el espacio, para colocar dicha causa fuera del organismo. En este proceso, la razón toma  minuciosamente los datos de la sensación para construir con ellos la causa en el espacio. Esta operación no es discursiva, sino intuitiva e inmediata. La misión de la inteligencia es crear el  mundo objetivo.

Todo esto demuestra, en suma, que tiempo, espacio y causalidad no se forman ni por la vista ni por el tacto, ni proceden en modo alguno del exterior, sino que, por el contrario, tienen un origen interior, intelectual y no empírico; de lo que se sigue que la intuición del mundo corpóreo es esencialmente un proceso intelectual, obra de la inteligencia, en el cual las sensaciones de los sentidos sólo proporcionan la ocasión y los datos para la determinación de los casos particulares.

De la intelectualidad de la percepción se deduce la presencia de inteligencia en los animales no humanos. Todos los animales, hasta el más vil, tienen inteligencia (conocimiento de la ley de causalidad), si bien en distinto grado de finura. Y dichas inteligencias sólo se diferencian de la humana en grado.

Resumiendo una vez más; el conocimiento empírico es obra de la inteligencia, a la cual los sentidos aportan la escasa contribución de las sensaciones. El propio procedimiento de conocimiento no es sino la aplicación del principio de causalidad, de pasar de los efectos (sensaciones) a las causas (objetos en el espacio). Sin embargo, Kant identifica percepción con sensación, haciendo de la misma un proceso independiente de la inteligencia.

La sensación es un proceso interno, y que obedecen a una causa exterior es consecuencia de una ley de nuestro cerebro que busca causas dados los efectos, de modo que es no menos subjetiva que la sensación, por lo que concluiremos que los elementos de la percepción empírica están en nosotros y nada encontraremos en ella que indique algo diferente a nosotros. Estos son los resultados a los que llega el idealismo trascendental, es decir, el verdadero.

22.- Del objeto inmediato

Según lo dicho, la percepción empírica de la primera clase de objetos parte en primera instancia de la sensación corporal, la cual proporciona los datos necesarios a la inteligencia para aplicar la ley de causalidad. Al propio cuerpo del sujeto cognoscente lo llamaremos el cuerpo inmediato, pues es el punto de partida, el mediador para la percepción de todos los demás objetos. De él nace la percepción de los demás objetos como causas de las sensaciones, que luego se nos representan como objetos, pero no sucede así con el propio cuerpo. Esta denominación es algo impropia, toda vez que si bien la percepción de sus impresiones es completamente inmediata, no se representa él a si mismo, por esto, como objeto, sino que sigue siendo subjetivo, es decir, sensación.

Sin embargo, el cuerpo es conocido objetivamente como los demás cuerpos exteriores, pues sus partes obran sobre sus propios sentidos: los ojos ven el cuerpo, las manos lo palpan, etc. Así, la inteligencia reconstruye el cuerpo en el espacio, como si de un cuerpo exterior se tratara.

23. Refutación de la demostración de aprioridad del concepto de causalidad dada por Kant

Una tesis doble es capital en la Crítica de la razón pura kantiana: La universal aplicación de la ley de causalidad a toda experiencia y su aprioridad. Sin embargo, aunque estamos de acuerdo con la aprioridad de la ley, es difícil estar de acuerdo con la demostración de aprioridad dada por Kant. La demostración es así en esencia:

Percibimos cambios, pero estos cambios en la imaginación nos dan una sucesión aún no determinada, es decir: sin determinar cuál de los estados es el primero y cuál el siguiente, no sólo en mi imaginación sino en los objetos. El orden de dicha sucesión sólo  la proporciona el concepto puramente intelectual de causa y efecto.  De este modo, el principio de causalidad es la condición de toda experiencia posible, y por lo tanto es apriorístico.

Según esto, el orden de sucesión de los cambios  de todos los objetos reales es conocido como objetivo por medio de la causalidad. Así pues, por la mera percepción la relación objetiva de los fenómenos (que se suceden unos a otros) no podría determinarse enteramente. Así, percibiendo yo una serie de representaciones, nada me autorizaría a deducir la secuencia real objetiva mientras yo no me apoyase en la ley de causalidad.

Amparado en este esquema, Kant afirma que sólo por la ley de causalidad puede reconocerse la objetividad de un cambio. No podríamos, según Kant percibir ninguna serie en el tiempo como objetiva, fuera de dicha ley de causalidad. Cualquier otra serie de fenómenos percibida, sería determinada de un modo o de otro (primero A y luego B o al revés) sólo por nuestra voluntad.

Todo esto lo refutamos recordando que unos fenómenos se pueden suceder a otros sin resultar unos de otros. Y esto no va contra la ley de causalidad, pues sigue siendo cierto que todo estado es efecto de un estado anterior, que es su causa. Pero un estado puede seguir, además de a aquel que es su causa, a todos los demás que son simultáneos con dicha causa, con los que no está ligado por relación causal. La sucesión de acontecimientos en el tiempo, que no están en relación causal la llamaremos acaso. Salgo de mi casa y me cae una teja. Lo uno está seguido de lo otro, pero lo uno no es causa de lo otro. Lo mismo que el día no es causa de la noche ni la noche del día siguiente, por muy constante que sea la sucesión de uno y otra. De esta forma queda asimismo refutada la hipótesis de Hume (párrafo 12).

Abundando en ese error, Kant afirma que una representación sólo se nos revela como verdad objetiva porque conocemos; a) su necesidad y su subordinación con otras representaciones, a una regla (la de causalidad) y b) su  determinado lugar en el orden de nuestras representaciones, orden determinado en cuanto al tiempo. Sin embargo, ¡de qué pocas representaciones conocemos realmente el lugar que la ley de causalidad les asigna en la serie de causas y efectos!, y de todas formas nos las arreglamos para distinguir lo objetivo de lo subjetivo, lo real de lo fantástico.

Esta demostración kantiana de aprioridad y necesidad del principio de causalidad, afirmando que sólo por mediación del principio conocemos  la objetiva sucesión de los cambios, y que por consiguiente sería la condición de toda experiencia es una falsedad. La única demostración válida es esta otra, ya mencionada en el párrafo 21:

Toda experiencia se basa en datos brutos aportados por los sentidos, pero no pasa de ser una sensación hasta que la inteligencia, aplicando el principio de razón suficiente determina que dicha sensación es un efecto que tiene  forzosamente una causa externa, pasando las impresiones subjetivas a objetivas. Así pues, no puede existir una experiencia de la ley de causalidad, al requerir dicha ley la existencia de toda experiencia, y por lo tanto es apriorística, no empírica.

Kant, en su falsa demostración cae en el error contrario al de Hume. Éste considera  toda relación de causa a efecto como mera sucesión temporal, Kant por el contrario piensa que no hay más sucesión que la de causa a efecto.  En realidad, la sucesión  de acontecimientos en el tiempo, así como la relativa posición de las cosas en el espacio, puede ser conocida empíricamente., pero la manera cómo un objeto sucede a otro en el tiempo es tan difícil de explicar como la manera cómo una cosa sea el resultado de otra: aquel conocimiento (la mera sucesión)  lo proporciona y condiciona la pura sensibilidad; éste (la manera cómo un objeto sucede a otro en el tiempo), la inteligencia. De esta forma, cuando Kant afirma que la lógica objetiva de los fenómenos sólo se puede aprehender por el hilo de la causalidad, cae en el mismo error que reprocha a Leibniz: intelectualiza las formas de la sensibilidad.

Lo que se defiende aquí es lo siguiente: la sucesión temporal de los objetos reales la conocemos empíricamente, como real. Es la necesidad de la sucesión de dos estados la que conocemos por la inteligencia, aplicando la ley de causalidad. El principio de razón suficiente es la forma universal de todas las representaciones y el único origen del concepto de necesidad, que no tiene otro contenido que la aparición de la consecuencia una vez que su antecedente se ha realizado. El tiempo es la forma de estas representaciones, de aquí que la relación de necesidad entre antecedente y consecuente se presente como una sucesión; ésta y no otra es la razón de que el principio determine la sucesión temporal.

Si la refutada afirmación de Kant fuera cierta y sólo por la regla de causalidad pudiéramos establecer la idea de sucesión, conoceríamos la realidad de una sucesión sólo por su necesidad. Dado que es obvio que podemos apreciar la realidad de cualquier sucesión temporal, esto presupondría en nosotros una inteligencia que pudiera abarcar toda la serie de causas y efectos a la vez, y por consiguiente una inteligencia omnisciente.  Kant ha atribuido a la inteligencia lo imposible tan sólo para no necesitar de la sensibilidad. Si la objetividad de la sucesión sólo fuera reconocida por la causalidad, sólo se la podría pensar en tanto que causalidad, y no sería más que causalidad, pues si fuera otra cosa, tendría también otras notas características por las que podría ser reconocida, lo que niega Kant. Por consiguiente, si Kant tuviese razón, no se podría decir: « Este estado es efecto de aquel; por consiguiente, le sigue», sino que sucesión y efecto serian una sola cosa y la misma, y la proposición, tautológica. También recibiría confirmación el principio de Hume, que niega la diferencia entre sucesión y resultado o consecuencia, considerando toda relación de causa a efecto como una mera sucesión.

24. Del abuso de la ley de causalidad

Se abusa de este principio cuando se pretende aplicar a otra cosa que no sean cambios de estados en el mundo material que conocemos empíricamente, por ejemplo, cuando se intenta aplicar a las fuerzas naturales, mediante las cuales sólo son posibles los referidos cambios, o a la materia en la que se producen, o a la totalidad del mundo.

El origen de tal abuso es doble: por un lado, dar demasiada extensión al concepto de causa; y por otra el olvido del hecho de que la ley de causalidad es una representación que nosotros aportamos al mundo y que nos hace posible la percepción de las cosas; no procedemos correctamente cuando intentamos aplicar este principio, nacido de nuestras facultades cognoscitivas, al orden eterno del mundo, que subsiste por sí y que es independiente de nuestro intelecto.

25. El tiempo del cambio

Puesto que el principio de razón suficiente del devenir sólo es aplicable a los cambios, no debemos dejar de advertir que ya los antiguos filósofos se preguntaron en qué tiempo se efectuaba el cambio. Según los antiguos, no podía realizarse el cambio mientras subsistía el primer estado, ni cuando el segundo ya había aparecido. Por ello, si asignamos un tiempo intermedio, no estaríamos ante el estado primero ni el segundo, lo que es absurdo. Aristóteles ya señaló que todo cambio no se realiza de forma repentina, sino gradual, progresivamente; y por lo tanto invierte cierto tiempo. Así como entre dos puntos siemrpe hay una línea, entre dos instantes siempre hay un tiempo. Como toda porción de tiempo, es infinitamente divisible. Entre dos estados cuya diversidad hiere nuestra sensibilidad existen múltiples estados cuya diversidad no llega a herir nuestros sentidos: no la percibimos porque el nuevo estado debe haber adquirido cierto tamaño de variación para hacerse perceptible. Aristóteles deduce acertadamente que esta infinita divisibilidad del tiempo se traduce en una infinita divisibilidad en el paso de un estado a otro.

Esta ley de continuidad y progresividad de todo cambio la encontramos también en Kant al menos tres veces.

  II  CAPITULO QUINTO


De la segunda clase de objetos para el sujeto, y forma correspondiente del principio de razón suficiente.

26. Explicación de esta clase de objetos

El hombre es capaz de una clase de representaciones imposible para los animales: los conceptos o ideas abstractas, en contraposición a las percepciones, de las cuales sin embargo proceden. Es por la aparición de los conceptos abstractos que la motivación humana recibe una forma especial, pues consiste en pensamientos que hacen posible la decisión (esto es, conflicto consciente de motivos), en lugar de meros impulsos por acciones. Aún así, las acciones humanas no son menos necesarias que los actos de los animales.

Así, además de las representaciones intuitivas vistas hasta ahora, el hombre tiene ideas abstractas, representaciones sacadas de las representaciones intuitivas, valga decir, y que denominaremos conceptos. Durante el proceso de conceptualización, las representaciones pierden su perceptibilidad.

Una percepción dada está formada por cierto un conjunto de propiedades . Un concepto se forma en general separando muchas de las propiedades de una percepción dada, para de este modo poder conocer las demás . Así, lo pensado será siempre algo menos que lo percibido. Si se consideran diferentes objetos percibidos, se separa de ellos todo lo que tienen de diferente y se conserva lo que hay de común en todos ellos, esto será el género de una determinada especie. Según esto, el concepto de género será el concepto de cada una de las especies comprendidas en él, restándole todo lo que no es común a todas las especies. Por eso todo concepto se puede definir como un género, por lo que es siempre una generalización. Cuanto más elevada sea la abstracción, tantas más cualidades ó notas se separan, por lo que queda menos que pensar. Los más elevados, esto es, los conceptos universales, son los más aislados y empobrecidos, hasta llegar a ser meras envolturas como ser, existir, cosa, devenir, etc.

Dado que los conceptos, según se forman por eliminación de más y más propiedades son más genéricos, más abstractos, van perdiendo asimismo perceptibilidad, y escaparían totalmente de la conciencia y no podrían pensarse si no estuvieran fijados por signos convencionales que llamamos  palabras. Un diccionario que contuviera cosas particulares no contendría palabras, sino nombres propios. Los animales, se contentan con las percepciones empíricas y carecen de conceptos y por tanto de lenguaje.

27. Utilidad de los conceptos

Nuestra razón tiene por fundamento la tarea de abstraer, o sea, la capacidad de formar conceptos. Como estos contienen menos en sí que las representaciones empíricas de las que nacen, son más fáciles de usar que ellas. Los conceptos contienen, de las muchas representaciones de las cuales se han sacado, justamente la parte que se ha de utilizar de ellas. Así, se puede pensar sólo en la parte genérica, como quien arroja un equipaje inútil. Este proceso se llama pensar, o reflexión, metáfora prestada de la óptica.

Este pensar dota al hombre de una cualidad que no está presente en los animales, haciéndole capaz de pensar en un concepto que abarca a mil cosas, de cada una de ellas sólo lo esencial, obviando las diferencias , incluso las de espacio y tiempo. Mientras tanto, los demás animales están anclados en el presente. Esa facultad de reflexionar, ejercitándose sobre sí misma es la raíz de todas las producciones  prácticas y teóricas humanas, desde el orden, la ley, los Estados, etc.

Pero especialmente los conceptos son el material propio de las ciencias, cuyo fin es el conocimiento de lo particular mediante lo general.

28. Representantes de los conceptos; los juicios.

No hay que confundir los conceptos con los fantasmas, los primeros son representaciones de representaciones, más abstractas que las empíricas y genéricas, no particulares. Los fantasmas son representaciones intuitivas y completas, es decir, particulares, pero no provocadas por una impresión de los sentidos, y por tanto no pertenecientes al mundo de la experiencia. Pero el fantasma puede usarse como representación del concepto, aunque incluso en este caso se diferencia del propio concepto. Esto sucede cuando queremos tener en cuenta una representación intuitiva de la que se ha extraído el concepto, lo cual es imposible, y lo vemos con un ejemplo. A partir de las experiencias empíricas con perros abstraemos las propiedades mínimas que deben tener todo perro, y creamos el concepto perro como la representación que contiene sólo a estas propiedades mínimas.

Cuando utilizamos una imagen como representante de un concepto, ya sabemos que el concepto que él representa no tiene las determinaciones de la imagen, sino que ésta está revestida de una serie de representaciones arbitrarias. Todo pensamiento necesita de palabras o imágenes de la fantasía.

Pensar mediante palabras, o sea pensar en abstracto, es una de estas dos cosas:

1.- Un puro razonamiento lógico. En este caso permanece dentro de los límites de su propio terreno: el dominio de la razón.

2.- Toca los límites de la percepción intuitiva. En este caso el pensar intenta determinar las relaciones entre los datos de la experiencia percibidos por la inteligencia y las nociones concebidas por el pensamiento. El pensar ahora busca el concepto o idea que pertenece a lo intuitivamente percibido.

El primer caso será el de los juicios reflexivos (la metáfora tomada de la óptica revela aquí todo su esplendor), y en el segundo hablaremos de los juicios comprensivos.

            La percepción, operando con ayuda de las representaciones intuitivas, es la médula de todos los conocimientos, porque nos lleva a la fuente, al fundamento de todos los conceptos. De aquí que sea el generador de todos los pensamientos verdaderamente originales, de todas las concepciones primarias y de todos los inventos, en cuanto en ellos el acaso no es el que ha hecho lo mejor. En la percepción, la inteligencia es la que funciona preferentemente, como en la abstracción pura lo es la razón.

            Ahora se puede afirmar que todo verdadero conocimiento, como toda verdadera filosofía, tiene por núcleo una concepción intuitiva. Ésta comunica a la teoría espíritu y vida. Si la doctrina posee tal médula, será igual a un billete de Banco que tiene su correspondiente equivalente en metálico en éste; toda otra doctrina que consista en meras combinaciones de conceptos, será como el billete de Banco que sólo tiene por garantía otros papeles como él.

29. Principio de razón suficiente del conocer

         El pensamiento no consiste en la presencia de conceptos abstractos en la conciencia, sino en la presencia de relaciones entre ellos. Estas relaciones, de unión o de separación, igual da, clara y correctamente pensados y expresados, se llaman juicios.

            Es en relación a estos juicios donde se establece la segunda versión del Principio de Razón Suficiente, que llamaremos principium rationis sufficientis cognoscendi, Principio de Razón Suficiente del Conocer (PRSC). Lo enunciamos así:

            Para que un juicio pueda expresar un conocimiento, debe tener una razón suficiente. La propiedad de tener dicha razón suficiente es a su vez causa de que le atribuyamos el carácter de verdadero a dicho juicio.

          La verdad de un juicio es por tanto la relación del juicio con algo externo a él: su razón suficiente, que siempre será algo en lo que se basa o apoya. Así, toda verdad será extrínseca, no existiendo las verdades intrínsecas por ser una íntima contradicción. Este fundamento en el que descansa un juicio puede revestir cuatro formas que trataremos independientemente: verdad lógica, verdad empírica, verdad trascendental y verdad metalógica.

30. Verdad lógica

            El fundamento de un juicio puede estar en otro juicio previo. En este caso su verdad será lógica, o formal. Tendrá asimismo verdad material (definida en el párrafo siguiente) o no la tendrá, dependiendo de que la tenga el juicio en el que se basa. La fundamentación de un juicio en otro nace siempre por comparación: por conversión, por contraposición o por adjunción de otro juicio (silogismo).

            También se consideran como fundados en otros juicios los basados en las cuatro reglas del pensamiento (las cuales se consideran como juicios metalógicos, como veremos más abajo).

            1.- Principio de identidad

            2.- Principio de contradicción

            3.- Principio de tercio excluso (derivado del anterior)

     4.- Principio de razón suficiente.

         31. Verdad empírica

            Una representación de la primera clase de objetos, adquirida del mundo exterior mediante los sentidos y la aplicación de la ley de causalidad por la inteligencia, puede ser fundamento de un juicio. Cuando así es, hablamos de verdad empírica. Diremos que un juicio tiene verdad material cuando sus conceptos están relacionados de la misma manera que están relacionadas las intuiciones o representaciones intuitivas en las que se funda.

32. Verdad trascendental

         Repasamos primero la clasificación de juicios kantiana. Un juicio como relación entre dos conceptos tiene la forma A R  B donde A hace las veces de sujeto y B de predicado y R es una relación entre ambos. Si el predicado B está completamente incluido en A (quizás aparentemente oculto), entonces no añade conocimiento. Si no es así, el predicado B dice cosas que desconocíamos de A, y aporta información nueva. Los primeros juicios se denominan analíticos y los segundos sintéticos.

            Los juicios empíricos son siempre sintéticos, y sería absurdo basar un juicio analítico en la experiencia, pues no necesito salirme del propio concepto para acceder a dicho juicio. Los juicios analíticos son por tanto necesarios, el principio de contradicción impide que sean falsos.

            Los juicios son “a priori” cuando no se basan en el conocimiento empírico y Un juicio sintético es "a posteriori" cuando su validez se comprueba empíricamente, por medio de la información que obtenemos a través de los sentidos.

             Hemos visto que los juicios a posteriori son siempre sintéticos, luego no existen juicios a posteriori analíticos. Los juicios analíticos a priori son los que dilucidan propiedades que ya estaban contenidas en el sujeto, como hemos visto, pero nada hemos dicho aún de los juicios sintéticos a priori.  Según Kant, estos juicios son el dominio de la ciencia. Por ser sintéticos son extensivos, es decir, amplían nuestro conocimiento de la realidad; por ser a priori son universales y necesarios y su verdad no procede de la experiencia.

            Dado que este último tipo de juicios (sintéticos a priori) poseen una verdad material, estarán de acuerdo con las posibilidades de la experiencia, pero además descansarán sobre las condiciones subjetivas que lo hacen posible: las formas a priori del espacio, el tiempo y la causalidad. Este tipo de verdad será denominada trascendental.

 33. Verdad metalógica

             Para terminar, las propias condiciones formales de todo pensar pueden ser objeto de un juicio. Son metalógicos desde el momento en que no aplican la lógica, sino que se aplican a la propia lógica. Cuatro son estos juicios metalógicos, ya mencionados como las cuatro reglas del pensamiento.

            1.- Un sujeto es igual a la suma de sus predicados, o a=a

            2.- De un sujeto no se puede afirmar y negar un predicado a la vez

            3.- De dos predicados contradictorios, uno debe convenir al sujeto

            4.- La verdad es la relación de un juicio con algo fuera de él, que es su razón suficiente.

            Al hacer vanos esfuerzos por penar en contra de estas leyes, reconocemos su verdad metalógica.

            El PRS se nos presenta ahora como verdad metalógica, tras haber aparecido antes como verdad trascendental

 34. La razón

          Existe una perversión filosófica consistente en sustituir el nombre que desde siempre los grandes filósofos han dado a esa facultad exclusivamente humana, esto es, el pensar por medio del lenguaje mediante los juicios que competen a conceptos: la razón. La perversión filosófica consiste en, contra todo uso del lenguaje y del sentido común, llamarla inteligencia, y a todo lo que es producto de ello, llamarlo intelectual en vez de racional.

            En realidad, intelectual y racional son conceptos completamente diferentes, que indican facultades espirituales distintas. Quienes cometen tal perversión necesitaban el nombre y el puesto de la razón para una “nueva facultad” más inmediata, más metafísica, que con independencia de la experiencia, consiguiera penetrar en la cosa en sí; que conociera a Dios inmediatamente. Semejantes bufonerías son las que bajo el nombre de conocimiento racional, se han extendido por doquier.

            Según esta doctrina, poseemos una facultad de conocimiento inmediata (esto es, que suministra, no sólo la forma, sino la materia) suprasensible (esto es, más allá de toda experiencia), una facultad compuesta exclusivamente de conceptos metafísicos y formada con la ayuda de éstos, que es en lo que consiste nuestra razón; pero permítaseme la descortesía de llamar a esto un solemne embuste, pues la más ligera, pero honrada, introspección, debe persuadir a cualquiera de que no existe en nosotros semejante facultad. De aquí se deduce lo que los verdaderos y honorables filósofos han puesto en claro en todos los tiempos, a saber: que nuestras facultades cognoscitivas, innatas, y, por tanto, apriorísticas e independientes de toda experiencia, se limitan a la parte formal del conocimiento, esto es, a la conciencia de las funciones propias del intelecto y de la forma posible de su actividad, funciones que necesitan recibir la materia de fuera para producir conocimientos materiales. Así llevarnos en nosotros las formas de las percepciones exteriores, objetivas, como el tiempo y el espacio, y como la ley de causalidad, meras formas de la inteligencia por medio de las cuales ésta reconstruye el mundo objetivo, y, por último, también la parte formal de los conocimientos abstractos, lo cual se expone en la lógica, llamada, a causa de esto, por nuestros antepasados, la teoría de la razón. Enseña también la lógica que los conceptos en los que consisten los juicios y las conclusiones, de los cuales se derivan las leyes, toman su materia y contenido de los conocimientos intuitivos, del mismo modo que la inteligencia toma la materia que sirve de contenido a sus formas apriorísticas de la sensibilidad.

            Así, pues, todo lo material de nuestros conocimientos, es decir, todo lo que no se puede considerar como forma subjetiva, actividad propia, función del intelecto, y con ello toda la materia del conocimiento, viene de fuera, es decir, de las percepciones objetivas del mundo corpóreo, que parten de las impresiones de los sentidos. Este conocimiento intuitivo, y por sus materiales, empírico, es el que luego la razón, la verdadera razón, transforma en conceptos, los cuales se hacen sensibles por medio de palabras, y le dan la materia para sus infinitas combinaciones, por medio de juicios y conclusiones que forman el tejido de nuestro mundo intelectual. La razón, pues, no tiene un contenido material, sino sólo un contenido formal, y este es el objeto de la lógica, que, por tanto, sólo contiene formas y reglas para las operaciones del pensamiento. El contenido material de sus pensamientos debe tomarle la razón de fuera, de las representaciones intuitivas que la inteligencia crea.

            Además,  si la razón fuese una facultad metafísica que forjara conocimientos de sí misma, superior a toda experiencia, debería reinar sobre el objeto de la metafísica y también sobre el de la religión debería reinar la misma unanimidad y certidumbre que reina sobre el objeto de las matemáticas. Pero precisamente sucede lo contrario: sobre ningún tema está la humanidad tan dividida como sobre éste. Por todas partes los sistemas filosóficos se oponen unos a otros, y desde que los hombres creen, luchan entre sí las religiones con el fuego y la espada, con la excomunión y los cánones. Así pues, también la experiencia habla en contra de los inventores de esta razón, facultad de conocimientos inmediatos metafísicos, de inspiraciones de lo alto.

            Pero, ¿de dónde salió la mentira y cómo se extendió la fábula por el mundo? la causa ocasional fue la Crítica de la razón práctica, con su imperativo categórico. Una vez admitido éste, no se necesitaba más que atribuirle una hermana gemela, esto es, una razón que anunciase del mismo modo inmediato, y, por consecuencia, ex tripode (10), las verdades metafísicas.

            Lo grande y profundo de la filosofía kantiana es desconocido para el mundo, mientras que una especie de maldición pesa sobre el hombre y lo conduce a elegir lo peor de las obras de los grandes maestros. Estos charlatanes de la filosofía han tomado de Kant sólo lo superficial, un ligero bosquejo, una frase aquí, otra allá. Por lo que se refiere al imperativo categórico, Kant no le afirma nunca como cosa positiva; todo lo contrario: protesta repetidamente de que no se le debe tomar sino como una alta y admirable combinación de conceptos, porque proporciona un áncora de salvación para la moral. La filosofía de rueca, de vieja, tan cara a los filosofastros se basa en dos pilares: la consideración del imperativo categórico como un deus ex machina para el fundamento de la moral, y en la existencia del libre albedrío.

            Todas estas arteras prácticas son debidas a que la obligación de los “profesores de filosofía” es preservar más allá de toda duda la doctrina de un Dios creador y gobernador del mundo, un Dios personal, individual, dotado de inteligencia y voluntad, que ha creado todo de la nada y lo conserva por medio de su alto poder, ciencia y bondad. Lo cual coloca al “profesor de filosofía” en situación bien equívoca respecto a la verdad. Cuando Kant destruyó las pruebas que durante siglos habían forjado los cristianos sobre la existencia de Dios, demostrando la imposibilidad de tales pruebas y con ella la imposibilidad de cualquier especulación teológica, la reacción fue menosprecia dichas pruebas a posteriori, como si nunca hubieran tenido importancia. ¡Caramba! ¡Si lo hubiera sabido antes la humanidad, no se hubiera roto la cabeza durante siglos enteros para forjar dichas pruebas, ni Kant hubiera echado sobre ellas todo el peso de su filosofía para destruirlas! Mientras, otros se consolaban con la afirmación de Kant de que no se puede probar lo contrario, es decir, la no existencia de Dios, olvidando el antiguo refrán de affirmanti incumbit probatio (11)

 I CAPITULO SEXTO

De la tercera clase de objetos para el sujeto, y la correspondiente

 forma del principio de razón suficiente.

35.- Explicación de esta clase de objetos

            La tercera clase de objetos para la facultad representativa la constituye la parte formal de las representaciones, es decir, las intuiciones a priori de las formas de la sensibilidad exterior e interior: el espacio y el tiempo.

            Ambos son percibidos intuitivamente, no de forma empírica.

36.- Principio de razón del ser.

            La naturaleza del espacio y del tiempo implica que, tanto en el espacio como en el tiempo,  cada una de sus partes está en relación con la otra, de modo que cada una de ellas está determinada y condicionada por otra. En el espacio, esta relación se llama lugar, y en el tiempo, sucesión.

             Estas relaciones entre partes del espacio entre sí  y del tiempo entre sí son diferentes de las relaciones posibles de las demás representaciones nuestras, de modo que ni la razón ni la inteligencia pueden percibirlas por meros conceptos: únicamente la pura intuición a priori las hace inteligibles. Así pues, arriba, abajo, delante, detrás, derecha e izquierda no se hacen inteligibles por meros conceptos.

             Pues bien: esa ley según la cual las partes del espacio y del tiempo se condicionan unas a otras la denominamos Principio de Razón Suficiente del Ser (principium rationis sufficientis essendi), PRSS.

             Existe una diferencia intrínseca entre la razón del ser, del devenir (referida a los cambios de estados en los objetos de la realidad empírica) y del conocer (referida a los juicios de la razón), y además en muchos casos aquello que, según una de las formas del principio es consecuencia, según otra de las formas es razón o causa. Por ejemplo: la subida de la columna termométrica es, con arreglo a la ley de causalidad, efecto del aumento de calor; según el principio de razón del conocer, es principio, principio de conocimiento del aumento de calor, como también del juicio que expresa esta idea.

 37. Razón de ser en el espacio.

          Sean A y B dos partes del espacio (puntos, rectas, superficies, igual da). Fijada la posición de A respecto de B, queda determinada la posición de B y la de cualquier otra parte, de manera que la situación de la segunda está, respecto a la primera como efecto respecto a su causa. Sin embargo, esta relación se puede invertir, de modo que es indiferente cuál de ambas determina a la otra.  

            Esto sucede porque en el espacio no existe sucesión. Es por la unión de los conceptos de espacio y tiempo  que formamos el complejo de la experiencia y surge en nosotros la idea de simultaneidad. Así pues, en la razón de ser del espacio surge una analogía de la llamada acción recíproca.

            Cada línea determina en cuanto a su posición a todas las demás, mientras que es determinada por éstas. La posición de una línea respecto a otra, permite buscar la posición respecto a una tercera. Esto establece un cierto paralelismo entre la cadena de razón del ser y la cadena de razón de devenir. Los cuerpos en el espacio tienen su principio del ser unas en otras, y las series rationum essendi  se extienden en el espacio como las series rationum fiendi, hasta el infinito, y además en todas direcciones, y no sólo en una como en el caso del devenir (en dirección del tiempo creciente).

            Es imposible dar una demostración de todo esto, pues son principios de verdad transcendental, teniendo su razón en la intuición a priori del espacio.

38. Razón de ser del tiempo. Aritmética

          En el tiempo todo momento es condicionado por el anterior. Así de sencilla es aquí la razón del ser, como que es ley de sucesión, ya que en el tiempo sólo hay una dimensión. Cada momento es determinado por el anterior: sólo por éste  podemos llegar a aquél, y sólo en tanto que el primero ha desaparecido, nace el segundo. En este hecho está basada la numeración, que sirve para marcar el paso de cada sucesión nombrándola. Cada número lleva al siguiente y supone el anterior; del mismo modo que cada estado lleva al estado siguiente y proviene del previo.

39. Geometría

          Toda la geometría se basa en el nexo de la situación de las partes del espacio. La geometría consiste en hacer evidente el nexo percibido por la intuición, ya que sólo mediante conceptos no es posible el conocimiento, y es necesaria la existencia de intuiciones. Sin embargo, encontramos que el método de la geometría es bien diferente: sólo los 12 axiomas de Euclides descansan en la intuición. Y de estos, sólo algunos son intuiciones separadas e independientes de las demás. Todos los demás se basan en la idea de que la ciencia no trata, como la experiencia, de objetos empíricos, cosas reales que están relacionadas unas con las otras y que pueden ser infinitamente diferentes, sino que trata con conceptos. Y en las matemáticas se trata con intuiciones normales, esto es, figuras y números que dan leyes aplicables a toda experiencia posible.

            Por eso en la matemática se une la idea general con la certidumbre absoluta de la representación concreta. (12)

            Realmente en geometría no nos referimos a la intuición más que en los axiomas. Todos los teoremas requiere de una demostración, esto es, de una razón de conocimiento que nos obliga a tenerlos por verdaderos. De esta forma se demuestra la verdad lógica, no la verdad trascendental, pues la verdad trascendental reside en la razón de ser, y la verdad lógica en la razón de conocer.

            Por esto después de una demostración geométrica al uso, apelando a la razón lógica, uno está persuadido de la veracidad de la afirmación, de que la proposición demostrada es verdad, pero en modo alguno sabe porqué, es decir; que uno no ha aprehendido la razón de ser, pues la demostración mediante el principio de conocimiento sólo produce convicción (convictio), y no comprensión (cognitio) . De ahí proviene un sentimiento desagradable, como de comprensión no acabada, porque falta del conocimiento de porqué la cosa es como es en el momento en el que se tiene la seguridad de que efectivamente es así...

            En cambio, la razón de ser, conocida por intuición, produce la satisfacción que todo conocimiento adquirido proporciona; cuando se tiene la razón del ser, la persuasión de la veracidad del teorema se apoya únicamente en el propio conocimiento, y no ya en el principio de conocimiento dado por la demostración.

            Por la percepción de la razón de ser se percibe la necesaria consecuencia del condicionado con su condición, mientras que por el principio de conocimiento se percibe únicamente concomitancia.

II  CAPITULO SEPTIMO

De la cuarta clase de objetos para el sujeto

y la correspondiente forma del principio

de razón suficiente

40.- Explicación general

          Nos queda por examinar la última clase de objetos de la representación. Esta clase es muy especial y consta de un solo objeto para cada sujeto: el yo propio del sujet, sujeto de la volición, que para el sujeto cognoscente es objeto y que, por cierto, sólo se da en la sensibilidad interior, donde sólo el tiempo, no el espacio, aparece.

 41. Sujeto del conocer y objeto

          Todo conocimiento supone un sujeto y un objeto. Cuando el conocimiento versa sobre el propio sujeto cognoscente, la conciencia de nosotros mismos no se nos presenta sencilla, unida, sino dividida en un conocido y un conociente. Ahora bien, resulta que el sujeto del conocimiento no puede llegar a ser representación u objeto puesto que, como correlativo necesario de toda representación, es condición de la misma, llegar a ser representación u objeto. Así, el sujeto se conoce a sí mismo como volente, no como cognoscente.

            De ahí que no haya un conocimiento del conocer. No puedo decir: “no sólo conozco, sino que sé que conozco”, porque saber que conoces es exactamente conocer. Tu conocimiento y tu ciencia de conocimiento son lo mismo. “Yo conozco” es la máxima abstracción de la que somos capaces, que es lo mismo que afirmar “Para mí hay objetos”.

            Pero ahora se podría preguntar: ¿cómo, no siendo el sujeto conocido, conocemos sus diferentes facultades cognoscitivas, como sensibilidad, inteligencia, razón?  Las conocemos porque aunque para nosotros el sujeto cognoscente sea inaprensible, no lo es el propio conocimiento: el conocer llega a ser objeto para nosotros. Con respecto al sujeto, considerado como correlativo necesario de aquellas  representaciones, se abstraen de ellas representaciones, y se refieren, por consiguiente, a las distintas clases de representaciones, justamente, como el sujeto en general, al objeto en general.

            Explicado de otra forma: como los sujetos están ligados a los objetos (ser sujeto implica la existencia de un objeto, ser objeto implica la existencia de un sujeto cognoscente), entonces cuando un objeto es determinado de algún modo, el sujeto también lo es, como conociendo de esa peculiar manera. De modo que dará lo mismo decir: «Los objetos tienen tales o cuales condiciones propias y características», que decir: «El sujeto conoce de tal o cual manera»; y si yo digo: «Los objetos se pueden dividir en tantas clases», será lo mismo que decir: «El sujeto tiene tantas clases de facultades cognoscitivas».

42. El sujeto de la volición

            El sujeto del conocer no puede ser conocido, esto es, no puede ser objeto, representación, según queda demostrado; pero como nosotros tenemos, no sólo un conocimiento de nosotros mismos exterior (en la intuición sensitiva), sino también interior, y todo conocimiento, con arreglo a su esencia, supone un conocido y un cognoscente, así lo conocido en nosotros no será el cognoscente, sino el volente, el sujeto del querer, la voluntad. Partiendo del conocimiento, se puede decir que la proposición «Yo conozco» es una proposición analítica; por el contrario, la proposición «Yo quiero» es una proposición sintética, y, por cierto, a posteriori, a saber, dada por la experiencia (aquí por experiencia interna, tan sólo en el tiempo).

            A este respecto, el sujeto del querer es para nosotros un objeto. Nos vemos a nosotros mismos siempre queriendo.

            Pero la identidad del sujeto volente con el sujeto cognoscente es el nudo del mundo, y por lo tanto es inexplicable. Por medio de esta identidad la palabra “yo” designa y comprende a ambos.

Hemos visto cuatro clases de representaciones; la primera (las representaciones de los objetos exteriores, del mundo empírico) tenían como facultad subjetiva correlativa a ellos, la inteligencia. La segunda clase de representaciones, los conceptos e ideas abstractas, tenían como facultad la razón. Las pertenecientes a la tercera clase, las formas de sensibilidad interior y exterior; esto es: el espacio y el tiempo; tenían como facultad  correlativa la pura sensibilidad, y esta cuarta clase de representación tiene como facultad asociada la consciencia.

43. El querer, ley de motivación

 El sujeto del querer se da en la conciencia inmediatamente, como el más inmediato de todos nuestros conocimientos. De hecho, por su inmediatez, arroja luz sobre todos los demás conocimientos, más mediatos. En todas las resoluciones de los demás y en las nuestras nos preguntamos propiamente el porqué, esto es, presuponemos que les ha precedido algo de lo cual son consecuencia, y a lo cual llamamos la razón, y más exactamente, el motivo del acto en cuestión. Sin esto, el acto sería tan incomprensible como el movimiento de un cuerpo muerto sin un choque o un impulso cualquiera.

            El motivo está comprendido entre las causas, y ha sido estudiado aquí como el tercer tipo de causas. Así como los procesos de percepción de los objetos empíricos se produce por mediación de la ley de causalidad, esta ley sólo es en general la forma del principio de razón suficiente para la primera clase de objetos. Estudiando los movimientos de animales y humanos, para nosotros permanecería en la obscuridad la raíz causal de dichos procesos, pero por mera inspección en nuestro interior nuestra experiencia nos indica que el origen de nuestros propios movimientos es un intimo acto de voluntad, la cual se produce por el motivo, que consiste en una mera idea.

            La motivación es la causalidad vista por dentro. Ésta, pues, se nos representa aquí de una manera completamente distinta, en otro medio distinto, por otro procedimiento cognoscitivo: de aquí que sea una forma especial y característica de nuestro principio, que aparece como principio de razón suficiente del obrar, principium rationis sufficientis agendi; en resumen, como ley de la motivación.

44.- Influjo de la voluntad sobre el conocimiento

            A veces es necesario reproducir las representaciones que hemos tenido anteriormente para dirigir nuestra atención sorbe esto o sobre aquello. Para ello actúa el influjo de la voluntad sobre el conocimiento. Esto sólo es posible en virtud de la igualdad entre sujeto volente y cognoscente. Aquí entra en acción también el juego de la motivación, que no es otra cosa que el principio de razón suficiente, en sus cuatro formas, aplicado al curso de nuestros pensamientos, y por lo tanto a la presencia de representaciones en nuestra consciencia. Es la voluntad del individuo la que pone en marcha todo el mecanismo.

            Toda imagen que aparece repentinamente en nuestra fantasía, como todo juicio que no sigue, como consecuencia, a un principio, ha de ser evocado por un acto de nuestra voluntad, el cual obedecerá a un motivo, si bien éste puede ser tan insignificante y el acto tan fácil de realizar, que no nos demos cuenta de su relación.

 45.- La memoria

          La descripción o explicación que de la memoria se suele hacer diciendo que es un depósito en el cual tenemos guardadas una serie de representaciones de las cuales no tenemos conciencia, es completamente falsa. La voluntaria reproducción de anteriores representaciones se hace tan fácil con el uso, que tan pronto aparece un miembro de la serie, al punto los demás fluyen, aun contra nuestra voluntad, al parecer.

            En realidad, como el cuerpo aprende a obedecer a la voluntad por medio del ejercicio, así también la facultad representativa. No se trata, como suele decirse, de un recuerdo de la misma representación, sino siempre de una nueva representación, dotada de mayor agilidad por el ejercicio. De ahí que las representaciones  que queremos guardar en la memoria vayan cambiando en el tiempo, y notamos con extrañeza, al volverlo a ver, que el objeto no es como lo recordábamos. Esto no podría ocurrir si nosotros guardáramos una única representación.

            También así se explica que nuestros conocimientos, cuando no los ejercitamos, acaban por desaparecer paulatinamente de nuestra memoria, porque sólo son objetos de ejercicio de la costumbre; así, por ejemplo, olvidan los sabios su griego, y los artistas que vuelven a su patria, el italiano. Así también se explica que cuando, con cierto esfuerzo, traemos a la memoria un verso o un nombre bien sabido en otro tiempo, pero que no hemos pronunciado ni pensado en él durante muchos años, le tenemos a nuestra disposición de nuevo por mucho tiempo, porque el ejercicio se ha renovado.

            También se explica por medio de mi teoría por qué se graban de una manera tan indeleble las vicisitudes y las impresiones del ambiente de nuestra niñez: porque de niños tenemos pocas ideas, y éstas esencialmente intuitivas, y para estar ocupados las repetimos incesantemente. En hombres que tienen poca capacidad de pensar les sucede, durante toda su vida, lo mismo que a los niños (y no sólo en lo que se refiere a las meras representaciones, sino también a los conceptos y a las palabras); pero suelen tener una gran memoria, si no se opone a ello una estupidez nativa o cierta pereza de espíritu. Por el contrario, el genio no suele tener muy  buena memoria.

I CAPITULO OCTAVO

Consideraciones y resultados generales

 46. Orden sistemático

            El orden en el que se ha explicado aquí el principio de razón suficiente no es sistemático, sino en aras a una mayor claridad.

            El orden sistemático es el siguiente: primero debe exponerse el Principio de razón de ser, y de éste, el primero su empleo en el tiempo, como el más sencillo, el que contiene el esquema de todos los demás, como el prototipo de toda finalidad; luego, después de exponer la razón de ser en el espacio, la ley de causalidad; después de ésta, la motivación, y el principio de razón suficiente del conocer, el último, puesto que los otros se basan en representaciones inmediatas y éste en representaciones de representaciones.

            Repetimos para mayor claridad el orden sistemático:

1.- Principio de razón de ser (Principium rationis sufficientis  essendi)

            Su empleo en el tiempo, origen y prototipo de toda finalidad.

            Su empleo en el espacio

2.- Ley de Causalidad (Principium rationis sufficientis fiendi)

3.- Ley de Motivación (Principium rationis sufficientis agendi)

4.- Principio de razón del conocer. (Principium rationis sufficientis cognoscendi)

            La verdad enunciada aquí de que el tiempo es un sencillo esquema que contiene lo esencia de todas las formas del PRS, nos explica la absoluta y perfecta claridad y exactitud de la aritmética, la cual no puede llegar de ninguna otra ciencia. En efecto: todas las ciencias descansan en el principio de razón suficiente en cuanto son una cadena de principios y consecuencias; la serie numérica es la serie sencilla y general de las razones de ser y sus consecuencias en el tiempo; a causa de esta perfecta sencillez, y por no dejar nada fuera de ella, ninguna relación indeterminada posee toda la exactitud, apodicticidad y evidencia posibles. Después, todas las demás ciencias, incluso la geometría, ocupan un lugar inferior en este respecto, porque de las tres dimensiones del espacio se derivan tal número de relaciones, que es demasiado difícil comprenderlas todas ellas, tanto por medio de la intuición pura como empírica; de aquí que los complicados problemas de la geometría sólo por medio de las cifras se resuelvan, resolviéndose, por tanto, la geometría en aritmética.

47. Relación de tiempo entre el principio y la consecuencia

             Según la ley de causalidad y de la motivación, el principio debe preceder a la consecuencia en el orden del tiempo. Por el contrario, el principio de razón del ser, en cuanto se aplica a  la geometría, no implica ninguna relación de tiempo, sólo relaciones espaciales, todas ellas simultáneas.

48.- Reciprocidad en los principios

 El principio de razón suficiente puede, en cada una de sus formas, ser fundamento de  un juicio hipotético, y como, en último término, también todo juicio hipotético se basa en él, subsiste la validez de la ley de las conclusiones hipotéticas, a saber: de la existencia del principio se puede llegar a la existencia de la consecuencia, y de la no existencia de la consecuencia a la no existencia del principio; pero de la no existencia del principio no se puede llegar a la no existencia de la consecuencia, y de la existencia de la consecuencia no se puede llegar a la existencia del principio.

            En todo caso, estamos hablando del PRS del conocer, en el cual puede haber reciprocidad en conceptos equivalentes (13) ; pues la ley de causalidad (para la primera clase de representaciones) no tiene recíproco, no pudiendo jamás ser el efecto causa de su causa.       

49.- La necesidad

            El principio de razón suficiente, en todas sus formas, es el único origen y el único sustentador de todas y cada una de las necesidades, pues necesidad no tiene otro sentido verdadero y evidente que la indefectibilidad de la consecuencia, una vez sentado el principio. Esto es: en la condicional (p->q), q es necesario para que se dé p, y p es suficiente para q.  Según esto, toda necesidad es condicionada, no existiendo necesidades incondicionales, por se una contradictio in adjecto. En efecto, ser necesario no puede significar otra cosa que ser consecuencia de un determinado principio.

            Ser necesario y ser consecuencia de un principio dado son, por tanto, conceptos equivalentes, y como tales pueden ser usados el uno por el otro. El “ser absolutamente necesario” tan querido de los filosofastros, encierra una contradicción: por culpa del predicado “absolutamente” (es decir: no dependiente de ningún otro), se anula la condición que nos permite penar en “lo necesario”.  Esta (el ser absolutamente necesario) es otro de los abusos de conceptos abstractos para captaciones metafísicas, como “sustancia inmaterial”, “principio absoluto” o “causa universal”. Nunca insistiremos lo suficiente que todo concepto abstracto tiene su piedra de toque en la intuición.

            De todo esto se deduce que, dada una cuádruple forma del PRS, habrá una cuádruple necesidad:   

            1.- La necesidad lógica, basada en la razón de conocer, conforme a la cual, dadas las premisas, está dada la conclusión.

            2.- La necesidad física, basada en la ley de causalidad, según la cual produciéndose la causa no puede dejar de producirse el efecto.

            3.- La necesidad matemática, según la razón de ser, según la cual la verdad de un teorema es irrefutable, y

           4.- La necesidad moral, en virtud de la que todo hombre, y aún todo animal, ante un motivo dado, tiene que conducirse de un determinado modo dictado por su carácter nativo y constante, y esto de un modo tan indefectible como un efecto sigue a su causa, si bien esta necesidad no es tan concreta como las demás, debido a la dificultad de un conocimiento acabado del carácter empírico individual, porque estudiar un carácter es algo muy diferente de estudiar las propiedades de la sal e intentar predecir su reacción.

50. Series de principios y de consecuencias

  Según la ley de causalidad, la condición es siempre, a su vez, condicionada, de aquí nace, una serie in infinitum. Lo mismo sucede con la razón de ser en el espacio: todo espacio relativo es una figura, tiene límites que lo son también de otras figuras y que condicionan a su vez a estas otras figuras, y así en todas direcciones, hasta el infinito; pero si se considera una figura aislada en sí misma, la serie de la razón de ser tiene un fin, porque se parte de una determinada relación, como también la serie de causas tiene un fin, si nos detenemos en una causa determinada.

En el tiempo, la serie de la razón de ser tiene una extensión infinita, tanto hacia el pasado como hacia el futuro.

La serie principios de conocer, sin embargo (esto es; una serie de juicios), cada uno de los cuales recibe verdad lógica de otro, siempre termina alguna vez, en una verdad empírica, trascendental o metalógica. Si acaba en verdad empírica, y al llegar a ella se pregunta ¿por qué?, entonces lo que se pide no es un principio de conocimiento, sino una causa, de modo que la serie de principios de conocimiento degenera en una serie de principios del devenir.

Por el contrario, una serie de principios del devenir sólo puede degenerar en una serie de principios de conocimiento como resultado de una deliberada intención, y no debido al orden natural de las cosas. Debido a un ardid, pues; como el caso de la prueba ontológica de la existencia de Dios. En efecto: después que por la prueba cosmológica se ha llegado a una causa en la cual se quiere permanecer para hacerla la causa primera, no por esto la ley de la causalidad queda en suspenso, sino que continúa preguntando «por qué», es decir, que se la deja secretamente a un lado y se pone en su lugar el principio de conocimiento, parecido a ella desde lejos, dando, en vez de una causa, que es lo que se pide, un principio de conocimiento, el cual se obtiene del concepto que queremos demostrar, y cuya realidad es aún problemática, y que, siendo un principio, quiere figurar como causa. Naturalmente, se tiene ya el concepto en cuestión preparado, envolviendo la realidad, para salvar las apariencias, en un manto para disponer mejor la sorpresa…

            Por el contrario, cuando una serie de juicios descansa en un principio de verdad trascendental o metalógica, seguir preguntando ¿por qué? No tiene ningún sentido, no se sabe por qué tipo de razón se está preguntando pues el principio de razón es el origen de toda explicación.

            Por último, cuando la causalidad descansa en la motivación, termina siempre en una representación de las dos primeras clases (objeto empírico de la inteligencia o concepto de la razón), en el cual reside en motivo. Ahora bien, la posibilidad de que dicho motivo mueva a la voluntad, es un dato para el conocimiento del carácter empírico (esto es: sólo se puede conocer por la experiencia una vez que ha ocurrido), y el porqué ha sido movido es pregunta a que no se puede responder, pues el carácter inteligible está fuera del tiempo y no puede ser objeto del conocimiento. La serie de motivos, en cuanto tal, encuentra de este modo su fin en un último motivo de esta naturaleza, y pasa, según el último miembro sea un objeto real o un mero concepto, a la serie de causas o a la serie de principios de conocimiento.

51. Guía de cada ciencia

            Cada ciencia tiene por guía una de las formas del principio de razón suficiente con preferencia a las demás. La pregunta ¿Por qué? Exige una razón suficiente, y la dependencia de los conocimientos unos de otros es lo que diferencia a las ciencias de los meros agregados de conocimientos, por eso es que el ¿por qué? Es la madre de todas las ciencias. En cada una predomina una versión del PRS: en las matemáticas, el principio de razón de ser; en las ciencias aplicadas domina el principio de causalidad; el principio de conocimiento en todas, pero especialmente en las ciencias clasificadoras: botánica, zoología, geología. La ley de motivación es señora en psicología, historia y política.

52. Dos resultados principales

            El Principio de Razón Suficiente es una expresión común a cuatro diferentes relaciones, cada una de las cuales descansa en una ley especial, siempre dada a priori.

            Estas leyes tienen por común raíz un mismo origen en conjunto de nuestras facultades cognoscitivas, y esta raíz supone el último germen de toda dependencia, relatividad, inestabilidad y finitud.

            El sentido general del principio de razón es que siempre, y en todas partes, cada cosa sólo puede ser mediante otra. Así, el principio de razón tiene, en todas sus formas, su raíz en nuestro intelecto, es a priori; de aquí que no se pueda aplicar al conjunto de todas las cosas existentes, pues dentro de este conjunto está el intelecto, dentro del cual  reside  el mundo, que no es otra cosa que mera apariencia. Por consiguiente, lo que no es aplicable sino en virtud de estas formas, no se puede aplicar al mundo, es decir, a las cosas en sí que en él se representan. Por esto no puede decirse: «El mundo en sí mismo, y todas las cosas en sí mismas,  existen en virtud de otra cosa», proposición que constituye lo que se llama prueba cosmológica.

            Pudiera parece que siempre que hablamos de razón el concepto está unívocamente invocado, sin confusión posible. Sin embargo es común emplear razón por razonado, condición por condicionado…y seguramente este uso no está exento de malicia. Contra ese vicioso uso de las palabras razón y con él del PRS, va la siguiente objeción, que será el segundo resultado de esta disertación.

            No podemos hablar de una razón absoluta, ni de una razón general, como hablamos de un triángulo general. Esto no sería más que un concepto abstracto, adquirido o formado por medio del pensamiento discursivo, el cual, como representación de representaciones no es sino un medio para pensar muchas cosas en una sola. Y no podemos hacerlo a pesar de que las cuatro leyes de nuestras facultades cognoscitivas (causalidad, del ser, del conocer, del motivo) tengan un carácter común y expresión común en el PRS.

            Así como todo triángulo es, o agudo u obtuso, o rectangular, o equilátero, o isósceles, etc., así también, puesto que sólo tenemos cuatro clases de objetos, toda razón pertenece a una de las cuatro formas del principio de razón posibles, y, según esto, sólo podrá valer dentro de una de las cuatro clases de objetos de nuestras facultades cognoscitivas (presuponiendo, como es natural, su uso el mundo en su totalidad, y, por tanto, dentro de él dichas facultades, y limitándose a dicho mundo exterior, o sea al mundo de los fenómenos), y nunca fuera de ellas, ni fuera de dichos objetos. Si alguien pensase o dijese lo contrario, esto es, que razón, en general, es otra cosa que el concepto común a las cuatro formas aquí estudiadas, volveríamos a resucitar la disputa entre realistas y nominalistas, y en el caso presente deberíamos colocarnos al lado de los últimos.

FIN

 

 

 

 

 

 

 

 

 



(1) “no deben multiplicarse los principios sin necesidad”

(2) “la variedad de los entes no deben disminuirse irreflexivamente”

(3) Crítica de la razón pura. Doctrina del método, 3

(4) Espinosa, Etica, Parte Primera, Proposición 8, Escolio 2, pág. 53, Ediciones Orbis,

Hyspamerica, o versión digital: Libera los Libros pág. 33.

(5) Monadología. Párrafo 32

(6) Aristóteles, Metafísica, IV, cap. 6, pág 49,

(7) Inconsistencia lógica entre un sustantivo y un adjetivo que lo modifica.

Ejemplo: “círculo cuadrado”, “actividad inerte”.

(8) Juicio a priori: el que no depende de la experiencia., pues se basa en el uso de la razón pura. En oposición a los juicios a posteriori, o empíricos.  Los juicios, según Kant, pueden ser además analíticos (cuando el concepto predicado se incluye en el concepto sujeto, y son universales y necesarios; y no dan información nueva, son explicativos más que informativos) o sintéticos (cuando el concepto predicado no se incluye en el concepto sujeto, y dan información nueva; son informativos más que explicativos). Para Kant la ciencia es el conjunto de los juicios sintéticos a priori.

(9)  «Cualquiera que sea el concepto que nos formemos del libre arbitrio con fines metafísicos, sus manifestaciones son las mismas; las acciones humanas, así como todo otro fenómeno de la naturaleza, estarán determinados por leyes naturales generales.» — (Pensamientos para una Historia universal: El principio.)

 

«Todas las acciones del hombre, en su manifestación, están determinadas por su carácter empírico y por el concurso de otras causas del orden natural, y cuando queremos investigar hasta el fondo todas las manifestaciones del libre albedrío, no encontramos ninguna acción humana que no podamos predecir y que no debamos atribuir necesariamente a este origen y a sus condiciones determinantes con toda certeza. Atendiendo, pues, a este carácter empírico, no existe la libertad, y sólo según este carácter estudiaremos debidamente al hombre cuando queramos, como lo hace la antropología, investigar fisiológicamente las causas vivas de sus acciones.»—Critica de la razón pura, pág. 548 de la 1.a edic. y 577 de la 5.a

 

«Podemos pues, concluir, que si fuera posible penetrar en la manera de pensar de un hombre Conforme sé muestra en sus acciones, tanto exteriores como interiores, y penetrar tan profundamente que no nos fuera desconocido el más pequeño resorte, y conocer al mismo tiempo todas las causas exteriores que hubiesen de obrar sobre él, podríamos predecir la conducta de ese hombre en lo futuro con la misma precisión con que se predice un eclipse de sol o de luna.» (Crítica de la razón práctica, pág. 230 de la edic. Rosenkranz, y 177 de la 4.a edic.)

(10) “desde el trípode”, expresión latina alusiva al asiento de las sacerdotisas del oráculo de Apolo en Delfos, desde el que proclamaban las verdades reveladas por el dios.

(11)  Locución latina que significa: La prueba incumbe al que afirma.

(12) Las representaciones concretas, como representaciones intuitivas son completamente ciertas, y como tales no dejan lugar al paso a la generalidad.

(13) Si los conceptos no son equivalentes, tampoco en el área del conocer podría darse reciprocidad, pues caeríamos en un círculo vicioso.

 

La gramática común de Agustín García Calvo

 

GRAMÁTICA COMÚN

 

I-                LOS IDIOMAS Y LA LENGUA

 

1.1.      Introducción.

 

Tres fragmentos de Heráclito sobre el lenguaje:

 “Está en todas partes”

 “Todas las cosas suceden según él”

 “De cuantos he oído hablar ninguno llega a tanto como a reconocer que lo inteligente (lo que se entiende) está separado de todas las cosas”

             Aquello que habla de las cosas (el lenguaje) y nombra las cosas no puede ser una cosa en el mismo sentido, de forma que de ahí su separación de las cosas. En el momento en que se le nombra, deja de ser el que nombra. Mientras él está hablando, no se puede hablar de él.

             Esto de que al mismo tiempo esté en todas las partes, constituyendo todas las cosas y a la vez esté separado de ellas, se puede explicar recurriendo a lo que en filosofía se suele llamar sujetos. Es algo que todos los hablantes de una lengua saben, pero a la vez es condición indispensable para su funcionamiento que los hablantes no sepan que lo saben.

             La producción del lenguaje está fuera del nivel consciente. La conciencia puede hacer algo acerca del lenguaje, pero eso no es más que la superficie. En cuanto a los mecanismos en virtud de los cuales se producen interreferencias en el interior de la frase, por los cuales unas partes se combinan con otras, sintácticamente, con relaciones de determinación, de inclusión, etc, son mecanismos ajenos a la conciencia, como si fuera natural. Las reglas que están en el aparato de la lengua es algo que se da por supuesto, de forma natural, y los hablantes no saben que es lo que hacen cuando hablan, al mismo tiempo que es evidente que saben lo que hacen puesto que lo hacen bien y se dan cuanta de cuando lo hacen mal. Si esa separación no se diera la lengua no funcionaría. Hablar a conciencia es imposible.

             Así, el lenguaje está en todos, pero es ajeno a la conciencia de todos. El sujeto del lenguaje es alguien que no es nadie determinado individualmente. Ese sujeto es a quien apunta vagamente el término “pueblo”.

             En la terminología de Freud diríamos que el lenguaje está a nivel subconsciente: aquello que una vez se ha sabido y por algún motivo a tenido que dejar de saberse. (Motivación de censura, de represión en el psicoanálisis, pero aquí no por razones de censura, sino meramente técnicas (es imposible el lenguaje a conciencia). Aquello que una vez se ha sabido a tenido que quedar olvidado de la conciencia para que pueda quedar en condiciones de uso fluido, fuera de la consciencia activa.

             En el lenguaje hay que distinguir regiones diferentes. Ante las producciones lingüísticas cualquier hablante ingenuo es capaz de fijarse en ciertas cosas: vocabulario, palabras, acento, entonaciones, énfasis,… estas son partes relativamente asequibles a la conciencia y por tanto asequibles a manejo por individuos. Sin embargo, a las partes importantes (la gramática)  la conciencia no llega nunca. Esta distinción en importante para separar no netamente del lenguaje de lo netamente de la cultura. Los hechos culturales estarían “por encima”, quedando a nivel más profundo los hechos netamente lingüísticos, no asequibles a conciencia y por tanto no manejables “desde arriba”.

             Desde academias se puede dictaminar respecto a usos de vocabulario, con éxito. En cuestiones de escritura lo mismo, pero es que la escritura es un hecho cultural completamente. El vocabulario semántico (de palabras con referente) es el nivel más superficial del lenguaje, tanto que casi se puede decir que más que lengua es cultura: es la zona de confusión de ambos mundos. Sin embargo el resto de la lengua es extraño a conciencia. Así, no pertenece a ningún hablante, sino que pertenece a ese ente vagamente designado como “pueblo”.

             1.2. Estudio “desde dentro” y “desde fuera”

            El lenguaje se puede estudiar desde fuera y desde dentro. Desde fuera, tratándolo como una cosa. Es un estudio de una parte de la realidad, en la que la ciencia se declara exterior al objeto de estudio; el objeto está ahí para que se trate de él. Es un estudio científico, como la historia, como un hecho social, como algo semejante a una institución. Ahí caben cosas como una historia de las lenguas, una sociología del lenguaje, etc.

             Tres cosas se constatan en esta mirada desde fuera:

             1.- Hay diferentes lenguas (idiomas)

            2.- Las lenguas se parecen

            3.- Se parecen entre sí unas más  que a otras.

             El estudio desde dentro no podrá ser científico, si pretende tratar del lenguaje mismo, no en tanto cosa, sino el lenguaje vivo, siendo él el que constituye las cosas. La gramática ha pretendido presentarse como una ciencia con consecuencias desastrosas para ella misma.  El gramático suele pensar que hace una especie de honor cuando se presenta a sí mismo como científico, y se debe reconocer que este tipo de estudio no puede tener ni los métodos ni las maneras de la ciencia.

             Este estudio debe ser visto como un levantamiento de coverturas: de llevar a la conciencia lo que estaba sumido en la inconsciencia. Gramática con mayúsculas define al estudio de la gramática con minúscula: aquello que todo el mundo sabe, pero sin saber que lo sabe. La función del gramático es desvelar la gramática por medio de la Gramática. Una Gramática que fuera Gramática y nada más, sería más bien una actividad de descubrimiento.

             Un gramático puede descomponer una frase en elementos más pequeños y ver cómo son los límites y las relaciones entre ellos. Puede descubrir que estos límites (espacio en blanco en la escritura) son de ese orden o de este otro; que otro límite implica una formación productiva de la lengua, o que aquel es un límite de nivel inferior, no productivo. Así, estaría descubriendo lo que el hablante a nivel subconsciente ya sabe, aunque no sepa que sabe. Este es el tipo de estudio del gramático. Trata estos hechos como hechos gramaticales de cada lengua.

             De la misma manera el gramático comparativo compara entre diferentes lenguas los mismos aspectos.

             1.3. Qué es el lenguaje, de forma algo más precisa.

             Lenguaje son principalmente dos cosas, y la relación entre ambas, que sería una tercera cosa.

 1.- La producción lingüística

 

            En primer lugar lenguaje es la producción lingüística de un tramo (frase, compuesta de elementos discontinuos). Un tramo indica dos cosas, el comienzo de una frase y el fin de una frase, por un lado, y la separación entre el hablante y el oyente por otra. La frase tiene un comienzo y un final, indicado por una cadencia y una entonación  (asimilable a un intervalo de quinta). El comienzo y el final es asimismo la separación entre yo y tú. Naturalmente la frase está compuesta de elementos discontinuos, separados por acentos menores, asimilables a intervalos de tercera. Y cada palabra está compuesta por una sucesión de fonemas. Todo son elementos discontinuos.

             Se produce en el mundo en el que se habla, cosa diferente al mundo del que se habla (mundo de la realidad); donde hablante y oyente representan dos puntos esenciales. Se produce por frases señalados melódicamente de una dererminada manera.

 2.- El aparato de la lengua.

 

 

            Es el aparato de la producción lingüística

            Una buena representación es una pirámide pentagonal aplanada (representación nada más).

            En la base de la pirámide están los fonemas.

             En la  cara 1 colocamos los índices y reglas sintácticos en sentido estricto (desinencias, preposiciones, reglas de orden de las palabras en la frase…).

             En la cara 2 colocamos los elementos mostrativos (personales del tipo “me” y no personales del tipo “esto”).

             En la cara 3 están la negación, los interrogativos y otros índices metalingüísticos. Es el sitio donde está la raíz de la lógica.

            En la cara 4 están los cuantificadores, subdivididos en indefinidos, del tipo “algo” y definidos del tipo “todo, nada, seis, veinte”.

             Queda una cara, la quinta (el orden evidentemente es inane) que será la única abierta, la correspondiente al vocabulario semántico. Dejamos fuera de la pirámide a los nombres propios porque si el vocabulario semántico es tan superficial que casi ya no es lengua sino cultura, con el nombre propio nos hemos salido ya del aparato de la lengua. Queda abierto porque no contiene un número fijo de vocablos, sino que es variable e indeterminado.

 

             El estatus abierto de esta cara es la que condiciona la evolución de las lenguas. Las lenguas evolucionan en el tiempo, que no es el tiempo de los hablantes, sino el tiempo de la historia.

 3.- La relación entre el aparato de la lengua y su producción

             La representamos como el funcionamiento del aparato de la lengua. Se refiere a la acción de organización de una frase en el momento de su producción. Se forman sacando del aparato palabras, de las diversas caras. Las palabras al salir sufren adherencias de índices (desinencias) destinados a la organización sintáctica, para insertarse en las frases que se producen en el momento. Estos índices pueden ser desinencias, entonaciones o acentos, o reglas de orden de palabras. Se organizan cosas como la relación entre una palabra y otra. Es importante diferenciar la palabra en dos nociones:

             La palabra como elemento previo que está en el aparato. Ideal e impronunciada.

            La palabra sintagmática (la palabra inserta ya en la frase), cargada de índices.

             La transformación de una cosa en otra se da en el instante de la formación de la frase. Una palabra ideal, impronunciable, sale con adherencias que le permite pasar a su vez a la producción de la frase en sus elementos sucesivos. Esta distinción de los dos términos de “palabra” es básica para estudiar el funcionamiento del lenguaje. Si las cosas han funcionado bien esa misma organización se produce en el hablante al pronunciar la frase. Toda esa organización es inconsciente al hablante. Por eso no requiere ningún tiempo, es instantánea. No la hago “yo”.  Esto es: no se hace a conciencia. En algunas lenguas como el turco hasta que la producción de la frase no ha terminado, la organización de la misma no se hace evidente para el oyente.

 1.4. Diversidad de lenguas

             Es precisamente el elemento de “ιδιος ” o privado (individual o idiolecto en último extremo) que está en la palabra idioma lo que se contrapone al lenguaje como común (ξηνος). Lo privado del lenguaje se contrapone así a la definición de lengua como patrimonio común.

             Tenemos una buena descripción de bastantes miles de lenguas, lo que nos permite estudios comparativos (a nivel de estudio externo, desde fuera). Estos estudios permiten una clasificación de las lenguas (aislantes, flexivas, aglutinantes en la vieja nomenclatura), así como parámetros comunes a todos ellos (universales)(. Ahora se habla de una tipología de las lenguas. La diferencia de grandes tipos lingüísticos tiene que ver con la manera en que se produce el salto entre el aparato de la lengua y la producción.

             Lenguas aislantes son aquellas en las que las palabras en el aparato no se cargan con más índices que las reglas de orden a la hora de convertirse en palabras sintagmáticas. Constan de lenguas invariable.

             Las lenguas polisintéticas son el extremo opuesto: la frase está prevista de la manera más íntegra de manera que el núcleo esencial  de la frase sale ya construido; es  una sola gran palabra sintagmática que a la vez encierra sustantivos, complementos, determinantes, anafóricos, etc, ect. creada en el aparato. Las lenguas indoamericanas pertenecen casi todas a este tipo

             Lenguas aglutinantes son aquellas en las que la desfiguración que sufre la palabra al salir se limita a acúmulos, afijos

             Las lenguas flexivas tienen un dispositivo de constitución “en tambor giratorio” de la palabra ideal. La palabra tiene una serie de posibilidades, y en el tránsito a la salida se produce la fijación de una  de las posibilidades (hablamos de la conjugación y de la declinación).

             Mención aparte merece el proceso de traducción, porque en él se hace un paso a nivel consciente. Evidentemente, cuando nosotros, gente culta, queremos acceder a entender otra lengua, hablada o literaria y practicar esto de la traducción, no nos queda más remedio que dar esta vuelta: estamos en la cultura, y entonces de aquí el futuro traductor tiene que proceder a recoger lo que no es consciente, elevado con más o menos fidelidad a planos de consciencia y, una vez que tiene consciencia de la gramática y del vocabulario de la otra lengua, proceder a buscar las equivalencias.

            Sólo en el caso de que el que aprende una lengua extraña llegue a aprenderla de verdad bien (es decir, que llega a olvidarla de conciencia: el criterio para haber llegado a hablar bien una lengua extranjera), sólo en ese caso se produce una devolución a la subconsciencia.

            Esta tipología se acompaña de otro tipo de estudio en estos momentos; la búsqueda de universales. Son dos estudios que parecen oponerse, y por dicha oposición vienen en cierto a ser lo mismo: Se trata de encontrar hechos que no estén determinados por una condición natural (física, etc.), y que se den en todas (o en una gran mayoría) las lenguas del mundo independientemente de la familia o tipo en el que las lenguas estén integradas.

            Tenemos muchos ejemplos de universales: Cuando escuchamos un idioma completamente desconocido somos capaces de saber si una frase es enunciativa o es una orden o una pregunta: existe una base melódica común a todas las lenguas que es un universal. Ninguna lengua del mundo ha construido sus palabras de otra manera que articulando elementos mínimos o fonemas, aunque a nivel escritural (cultural), sea ideográfica. Nada natural hay en el hecho de lo que se dice en medio de una frase entre dos pausas, interrumpiéndola, depende jerárquicamente de la frase en la que está incluida. Sin embargo, es una constante en toda lengua humana. Todas las lenguas conocen el empleo de la negación y de los interrogativos, índices (mostrativos, personales o no personales), vocabulario semántico, etc.

             Esto sugiere que hay una gramática común, profunda. Habría que tomar el aparato y ver cuáles son las partes que aparecen en todas las lenguas, y atribuirlas a la gramática común.

             La Lengua Común tendría todos estos elementos, excepto el vocabulario semántico, que sería sólo un hueco que cada lengua real rellenaría con su propio vocabulario semántico.

             Esto hace pensar que todo niño nace con un dispositivo que le capacita a aprender una lengua cualquiera con toda indiferencia que tiene que relacionarse con estas evidencias claras de una gramática común.

             Para el descubrimiento de la gramática común que subyace a todas las lenguas es un trabajo gramatical, de descubrimiento.

 

II FRASE. PALABRA. FONEMAS Y PROSODIA

             La prosodia es una rama de la lingüística que analiza y representa formalmente aquellos elementos de la expresión oral, tales como el acento, los tonos y la entonación. Su manifestación concreta en la producción de la palabra se asocia de este modo a las variaciones de la frecuencia fundamental, de la duración y de la intensidad que constituyen los parámetros prosódicos físicos.

             Una frase es un tramo de la producción lingüística, es la unidad mayor que tiene carácter gramatical. A la observación exterior no le queda otro criterio válido para determinar qué es una frase y cómo se separa de otras que la entonación del final de frase. Este final se caracteriza como una cadencia por un intervalo “aproximadamente de quinta”, en todo caso un intervalo más amplio que el intervalo de palabra y de una posible coma, intervalos caracterizados de otra manera. El intervalo de fin de frase es perfectamente distinguible del intervalo de acento de palabra.

             Las frases enunciativas y las interrogativas tienen intervalos inversos. El acento de palabra es un intervalo de tercera (MI DO), a condición de que esta palabra no esté en una coma o en el fin de frase; estamos hablando en una palabra de interior.

PEQUEÑO GLOSARIO DE SEMÁNTICA

A

acepción: semema cuyo sentido comprende semas aferentes socialmente normados.

actante: complejo sémico que comprende un sema causal.

actor: unidad del nivel de los eventos, correspondiente a la dialéctica, compuesto de una molécula sémica a la que están asociados roles.

actualización: operación interpretativa que permite identificar o construir un sema en contexto.

aferencia: inferencia que permite actualizar un sema aferente.

asimilación: actualización de un sema por presunción de isotopía.

B

C

campo: conjunto de taxemas pertinentes para una tarea.

caso (semántico): relación semántica entre actantes. Primitivos semánticos de método. Los casos no se confunden con las funciones morfosintácticas.

clasema: conjunto de semas genéricos de un semema.

coherencia : unidad de una serie lingüística, definida por sus relaciones con su entorno.

cohesión: unidad de una serie lingüística, definida por sus relaciones semánticas internas.

complejo sémico: estructura semántica temporal que resulta de la reunión de semias en el sintagma ( por activación e inhibición de semas, destacadas por difusión, así como por aferencias de semas casuales). En el nivel textual, los complejos sémicos análogos son considerados como ocurrencias de la misma molécula sémica.

componente: rasgo semántico. Se distingue dos clases de componentes, los semas y los primitivos.

componenta: instancia sistemática que, en interacción con otras instancias de la misma clase, regla la producción y las interpretaciones de las series lingüísticas. Para el plano del contenido, se distingue cuatro componentas: temática, dialéctica, dialógica y táctica.

conexión : relación entre dos sememas pertenecientes a dos isotopías genéricas diferentes.

contenido : plan del texto constituido por el conjunto de los significados.

contexto : para una unidad semántica, conjunto de unidades que tienen una incidencia sobre ella (contexto activo) y sobre el cual esta tiene una incidencia (contexto pasivo). El contexto posee tantas zonas de localización como estratos de complejidad manifiestos.

D

dialéctica: componenta semántica que articula la sucesión de los intervalos en un tiempo textual, así como los estados que se presentan y los procesos que allí se desarrollan.

dialógica : componenta semántica que articula las relaciones modales entre universos y entre mundos.

dimensión : clase de sememas de generalidad superior, independiente de los dominios. Las dimensiones están agrupadas en pequeñas categorías cerradas (ej: /animado/ vs /inanimado/). Las evaluaciones forman parte de las dimensiones.

discurso : conjunto de usos lingüísticos codificados unidos a un tipo de práctica social. Ej: discurso jurídico, médico, religioso.

disimilación : actualización de semas aferentes opuestos en dos ocurrencias del mismo semema, o en dos sememas parasinónimos.

dominio : grupo de taxemas ligado a una práctica social. Es común a los diversos géneros propios del discurso que corresponde a esta práctica. En un dominio determinado generalmente no existe polisemia.

E

empleo: semema cuyo sentido comprende semas aferentes localmente normados o idiolectales.

entorno : conjunto de fenómenos semióticos asociados a una serie lingüística; más generalmente, contexto no lingüístico.

F

filología: disciplina que establece y estudia los textos en todos sus niveles de análisis, la filología es el fundamento de la lingüística.

frase : estructura sintáctica de un enunciado normado.

función (dialéctica): interacción típica entre actores.

G

género: programa de prescripciones positivas o negativas ( y de licencias) que reglan la producción e interpretación de un texto. Todo texto proviene de un género y todo género de un discurso. Los géneros no pertenecen al sistema de la lengua en sentido estricto, sino a otras normas sociales.

gramema : morfema que pertenece a una clase fuertemente cerradas, en un estado sincrónico dado. (-er en correr).

H

hermenéutica: teoría de la interpretación de textos. En nuestra tradición cultural, se puede distinguir, por una parte, la hermenéutica filológica, surgida históricamente de la tarea de establecimiento de los textos antiguos: establece el sentido de los textos, en tanto que éste es inmanente a la situación de comunicación en la que han sido producidos. Por otra parte, la hermenéutica filosófica, independiente de la lingüística, busca determinar las condiciones trascendentales de toda interpretación.

I

idiolecto: uso de una lengua y de otras normas sociales propias de un enunciador.

interpretante : unidad del contexto lingüístico o semiótico que permite establecer una relación sémica pertinente entre unidades unidas por un recorrido interpretativo.

interpretación: asignación de un sentido a una serie lingüística.

isosemia : isotopía prescripta por el sistema funcional de la lengua ( ej. Concordancia, rección)

isotopante : se dice de un sema cuya recurrencia induce una isotopía.

isotopía semántica : efecto de la recurrencia de un mismo sema. Las relaciones de identidad entre las ocurrencias del sema isotopante inducen relaciones de equivalencia entre los sememas que los incluyen.

J

K

L

lexema: morfema que pertenece a una o muchas clases débilmente cerradas, en un estado sincrónico dado. Ej: corr- en correr.

lexicografía : parte de la lingüística aplicada que se consagra a la redacción de diccionarios.

lexicología : estudio lingüístico del léxico.

lexía: agrupamiento estable de semas, no necesariamente lexicalizados que constituyen una unidad funcional.

molécula sémica: agrupamiento estable de semas, no necesariamente lexicalizados, o cuya lexicalización puede variar. Un ‘tema’, cuando puede ser definido semánticamente no es sino una molécula sémica.

M

morfema: signo mínimo, que no puede ser segmentado en un estado sincrónico dado. Ej. retropropulsores, comprende cinco morfemas.

N

nivel: grado de complejidad. Los principales niveles son el morfema, el sintagma, el período, la secuencia y el texto.

nivel de evento: nivel de la dialéctica constituido por los actores y las funciones.

nivel agonístico: nivel de la dialéctica constituído de agonistas y de secuencias. Sólo los relatos comprenden dicho nivel, jerárquicamente superior al nivel del evento. (agonístico: lit. de lucha o que la implica; agonista: personajes de los que intervienen en el conflicto enfrentándose entre sí.)

O

orden sintagmático: orden de la linealización del lenguaje, en un estudio espacio y/ o temporal. Da cuentas de las relaciones posicionales y de las relaciones funcionales. De este modo, es el lugar de las relaciones contextuales.

orden paradigmático: orden de la asociación codificada. Una unidad semántica sólo toma su valor en relación con otras que puede sustituirla y que constituyen su paradigma de definición.

orden hermenéutico: orden de las condiciones de producción y de interpretación de los textos. Engloba los fenómenos de comunicación, pero supera los factores pragmáticos, al incluir las situaciones de comunicación codificadas, diferidas, y no necesariamente interpersonales. Es inseparable de las situaciones históricas y culturales de la producción y de la interpretación.

orden referencial: orden que determina la incidencia de lo lingüístico sobre los estratos no lingüísticos de la práctica. Participa en la constitución de impresiones referenciales.

P

palabra: agrupamiento de morfemas totalmente integrados.

período: unidad textual compuesta de sintagmas que mantienen relaciones de concordancia obligatoria.

pertinencia : activación de un sema. Se distinguen tres clases de pertinencia (lingüística, genérica o situacional) según que la activación sea prescripta por el sistema de la lengua, el género del texto o la práctica en curso.

práctica social: actividad codificada, que pone en juego las relaciones específicas entre la esfera semiótica (de donde provienen los textos), la esfera de las representaciones mentales y la esfera física.

Q

R

recorrido interpretativo: serie de operaciones que permiten asignar uno o varios sentidos a una serie lingüística.

red asociativa: conjunto de relaciones que permiten identificar la recurrencia de una molécula sémica.

referencia : relación entre el texto y la parte no lingüística de la práctica donde es producido e interpretado ( más bien que una relación de representación de cosas o de estados de cosas). Para determinar una referencia, es necesario precisar en qué condiciones una serie lingüística induce una impresión referencial.

rol : valencia dialéctica elemental de un actor. Cada función confiere un rol a cada uno de los actores que participan.

S

sema: elemento de un semema, definido como la extremidad de una relación funcional bnaria entre sememas. El sema es la más pequeña unidad de significación definida por el análisis.

sema aferente: extremidad de una relación anti-simétrica entre dos sememas pertenecientes a taxemas diferentes. Ej. /debilidad/ para ‘mujer’. Un sema aferente es actualizado por instrucción contextual.

sema específico: elemento del semantema que opone el semema a uno o varios sememas del taxema al que pertenece. Ej. / sexo femenino/ para ‘mujer’.

sema genérico: elemento del clasema que marca la pertenencia del semema a una clase semántica (taxema, dominio o dimensión).

sema inherente: sema que la ocurrencia hereda del tipo, por defecto. Ej. /negro/ para ‘cuervo’.

semantema : conjunto de semas específicos de un semema.

semema : significado del morfema.

semia : significado de una lexía.

sentido : conjunto de semas inherentes y aferentes actualizados en una serie lingüística. El sentido se determina relativamente al contexto y a la situación en el seno de una práctica social.

significación: significado de una unidad lingüística, definido haciendo abstracción de los contextos y de las situaciones. Toda significación es, de este modo, un artefacto.

significado : contenido de una unidad lingüística.

sociolecto : uso de una lengua funcional, propio de una práctica social determinada.

T

taxema: clase mínima de sememas en lengua, en el interior de la cual son definidos sus semantemas y su sema microgenérico común.

taxémico : relativo a un taxema.

texto : serie lingüística autónoma (oral o escrito) que constituye una unidad empírica, producida por uno o varios enunciadores en la práctica social comprobada. Los textos son el objeto de la lingüística.

topos : axioma normativo que subyace a una aferencia socializada.

U

V

virtualización: neutralización de un sema, en contexto.

W

X

Y

Z

Nota: Este pequeño diccionario ha sido encontrado en la web, firmado por M.V.G. De Erice, de la Universidad Nacional de Cuyo, Argentina.

 

 

EL TRIANGULO SEMANTICO

 

            Así como el concepto de signo lingüístico de Saussure es esencialmente diádico, el triángulo  metodológico, o triángulo semántico es un intento gráfico de explicar el mecanismo por el cual el mundo extralingüístico se incardina en el lenguaje, o viceversa. La semántica analítica o referencial intenta captar la esencia del significado resolviéndolo en sus componentes principales, según explica S. Ullmann. Se localiza metodológicamente en el paso de los universales a la lengua; es decir, vamos a considerar cómo aquello que es extralingüístico penetra en el dominio del signo lingüístico y se hace así algo lingüístico de modo sistematizado. El modelo más conocido es el triángulo de C. K. Ogden y I. A. Richards (1925). 

 

 

 

            Años más tarde, en 1962, S. Ullmann lo vuelve a tomar como base metodológica, aplicando una terminología saussureana en sus vértices:

            Es importante comprender que en la idea saussureana de signo lingüístico los dos vértices de la izquierda, significante y significado, pertenecen ambos al mundo psíquico. El significante es la imagen mental acústica que se provoca al escuchar la secuencia de fonemas o las grafías escritas en un texto, mientras  que el significado es el concepto mental que está vinculado a dicho significante. El tercer vértice pertenece al mundo, y es extralingüístico.

 

            Por razones de eficacia explicativa, también lo adopta K. Baldinger, aunque sin hacer hincapie en la entidad mental del significante, asimilándolo a la propia secuencia fónica o gráfica:

 

            Así, por ejemplo, en el término locomotora del diccionario observamos el nombre  /lokomotóra/;  la imagen mental que dicho nombre provoca en nosotros o sea: el significado o conceptomáquina montada sobre ruedas que, movida por vapor, electricidad, etc., corre sobre carriles y arrastra los vagones de un tren’; y  la realidad o cosa, esa máquina del tren que tomé la semana pasada, por ejemplo.

            Este triángulo nos recuerda por sus componentes los «modi» de los escolásticos medievales, a saber:

 

 

así como su famosa definición: «vox significat mediantibus conceptibus». Pero en estos «modistas» el enfoque es filosófico. Con un enfoque lingüístico vamos a detallar las relaciones de los vértices:

Relación de los vértices:

            La relación del significante con el significado es recíproca: un vértice evoca al otro. Estamos en el conocido signo lingüístico de Saussure.

            Más problemas ofrece la relación del significado o concepto con la cosa. La cosa o realidad es extralingüística, la cosa no se nos da, no depende de nosotros. Podríamos decir que el lenguaje es transposición de la realidad y, por ello, la lengua no puede evitar la relación entre el objeto mental o concepto y la realidad exterior. Es decir, que entre los significantes y la realidad está todo el mundo de los conceptos.

             Finalmente, entre el significante y la cosa la relación es inmotivada. No se da relación directa entre estos dos vértices: estamos ante la arbitrariedad del signo, de la cual ya nos habló Saussure. K. Baldinger añade oportunamente que la forma significante no está motivada por la realidad, ya que, de no ser así, habría una sola lengua y no sería posible la evolución de una lengua. Sin embargo, los defensores de la onomatopeya, como motivación directa de la realidad o cosa que solicita una forma determinada de significante, han escrito muchas páginas. Su posición es científicamente indefendible. Por una parte, la poca consistencia de su razonamiento cae de por sí al comparar dos lenguas; así, por ejemplo, flip en inglés, queda contradicho con su inmediata traducción castellana chasquear. Lo que sí es posible es el aprovechamiento de la forma significante en dirección a la realidad, que el hablante puede usufructuar premeditadamente. Estamos ante el artificio llamado aliteración, como, por ejemplo, hace Garcilaso de la Vega en estos dos versos de su Égloga III:

En el silencio sólo se escuchaba

un susurro de abejas que sonaba.

            Y, lingüísticamente, podemos referirnos a una motivación secundaria, como encabritarse a través de cabra, pero no proviene como calco de la realidad extralingüística, sino como metáfora lexicalizada en un criterio de enfoque lexicológico dentro de la lengua y en su evolución diacrónica.

Análisis de los vértices:

            Del vértice de la realidad o cosa, nada tenemos que decir. Insistimos en que la realidad es extralingüística. Su estudio es competencia de otras ciencias: si esa realidad exterior es un «jilguero», su estudio pertenece a la ornitología dentro de las ciencias naturales. En el vértice del significante hemos encontrado una terminología variada: símbolo, nombre, significante. Conviene no confundirla y recordar las matizaciones lingüísticas que han quedado expuestas en otros apartados, diferenciando en nuestros criterios el símbolo y el signo, los medios de comunicación de los sistemas de comunicación: en suma, restringir los códigos semióticos, incluidos en este vértice tomado en amplia consideración, al código lingüístico en su aspecto de significante, analizado ya como nivel de expresión. El análisis del vértice del pensamiento o concepto puede tomar dos direcciones que ya hemos mencionado: un aspecto filosófico que queda fuera de nuestra lingüística, y un aspecto lingüístico en tanto en cuanto la lengua da formas para relacionar esos conceptos con la realidad. Es el problema filosófico del límite de los conceptos.

El límite de los conceptos:

Ya dijimos que entre los significantes y la realidad está el mundo de los conceptos. Tomemos, por ejemplo, el significante /kasa/. En la realidad nos encontramos con una grandísima variedad de cosas «casa». Por ello es necesario hacer una abstracción para que esa forma exprese el concepto que ofrece esa variada complejidad en la realidad. De esta manera, todos los conceptos pueden ser expresados en una lengua. Ahora bien, como señala B. Pottier, si no puede existir campo nocional sin campo léxical, un «vacío» lexical no tiene que estar lleno necesariamente por un significante simple; se puede recurrir a perífrasis compuestas, como el hecho de estar casado, la máquina de escribir que no funciona, ... Es decir, que no hay coincidencia entre lo nocional y lo léxico. Extremando la precisión, añade el mismo lingüista, se puede afirmar que no existen dos «sillas» idénticas. Sin embargo, ante mil objetos distintos un sujeto puede tener la misma reacción y elegir mil veces el término silla para designarlos. Si se coloca a mil personas ante esas mil «sillas», se puede obtener el término silla un millón de veces. Y concluye: esta coincidencia de subjetividades es lo que se llama objetividad en lingüística. Si no se da esa objetividad, hay límites. Así puede observarse en el ejemplo tradicional de los colores del arco iris: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil, violeta. ¿Cuándo acaba el verde y es azul? Se trata de un límite donde puede faltar la coincidencia de subjetividades. Esta delimitación es propia de cada lengua que marca límites de manera convencional, hecho que debe tenerse en cuenta al traducir.

 

Esta consideración nos lleva a afirmar que la lengua presenta la relatividad de la realidad. Hay diferencia relativa entre joven y viejo, entre frío y caliente; pero, ¿dónde está el límite? La claridad significativa radica en el funcionamiento oposicional. Quizá convenga recordar que con E. Coseriu que la significación es creación de la experiencia humana, lo cual equivale a afirmar que la lengua no es constatación sino delimitación de fronteras dentro de lo experimentado.

Esto obliga a distinguir el llamado enfoque intensional, propio de la lengua,

 

del enfoque extensional, que parte de la realidad,

 

La diferencia es clave. La lengua, en su enfoque intensional, se fundamenta en una oposición relativa que crea una estructura, como en

 

mientras que el enfoque extensional se hace nomenclatura y es propio del lenguaje científico, es decir, la serie ordenada

 

Lo que describe E. Coseriu es el ideal del lenguaje científico, un ideal raras veces logrado, apunta K. Baldinger, ya que ese lenguaje científico se sirve también del lenguaje común con los consiguientes debates terminológicos. La diferencia entre el léxico estructurado, lingüístico de enfoque intensional, frente al léxico científico, nomenclatura de enfoque extensional, no es tan nítida. De todas maneras, es propio de la lingüística, en pro de su economía léxica y a causa de su vivencial dinamismo creador, la variación en problemas de polisemia, homonimia, metáfora, sinécdoque, metonimia, problemática que el lenguaje científico necesariamente tiende a evitar. Para percatarse de ello, compárese el término sal en este doble enfoque:

 

La lengua según Saussure

1.- La lengua, su definición

    El fenómeno lingüístico presenta perpetuamente dos caras que se corresponden sin que una valga más que la otra.

Tenemos los siguientes hechos:

    A) Las sílabas que se articulan son impresiones acústicas percibidas por el oído, pero los oídos no servirían de nada sin  el aparato fonador. Así, una n no existe más que por correspondencia de estos dos aspectos.

    B) Admitamos el sonido como algo simple. ¿Es el sonido quien produce el lenguaje? No, no es más que el instrumento del pensamiento y no existe por sí mismo. Aquí surge una formidable correspondencia: el sonido (unidad compleja acústico-vocal) forma a su vez con la idea una unidad compleja fisiológica y mental.

    C) El lenguaje tiene un lado individual y un lado social, indisociables y complementarios.

    D) En cada instante el lenguaje implica un sistema establecido y una evolución. Forman un sistema tan estrecho como difícil de separar.

    Siendo así, el objeto de la lingüística no puede fijarse sin tener en cuenta estas dualidades. Diremos que el objeto de la lingüística es la lengua, y que ésta es parte esencial pero no única del lenguaje. Es a la vez un producto social de la facultad del lenguaje y un conjutno de convenciones necesarias adoptadas por el cuerpo social para permitir el ejercicio de esa facultad en los individuos. El lenguaje es multiforme y heteróclito, a caballo siempre entre diferentes dominios, a la vez fisiológico, físico y psíquico. La lengua por el contrario es una totalidad en sí, y un principio de clasificación. A primera vista el ejercicio del lenguaje es una facultad dada por la naturaleza mientras que la lengua es algo adquirido y convencional; y por lo tanto lenguaje precede a lengua y ésta se subordina a aquél  en lugar de anteponérsele. Sin embargo no es menos cierto que es la lengua la que hace la unidad del lenguaje.

2.- El lugar de la lengua en los hechos el lenguaje

    Intenemos hallar en el conjunto del lenguaje la esfera que corresponde a la lengua. Para ello nos colocaremos en el acto individual que permite reconstruir el circuito de la palabra. Esto exige al menos dos individuos, A y B.
En el cerebro de A (por escoger uno de ellos) están los hechos de su conciencia que llamaremos conceptos. Se hallan psíquicamente asociados a representaciones de los signos lingüísticos o imágenes acústicas (que no hay que confundir con los sonidos mismos) que les sirven de expresión. Supongamos que mediante un fenómeno enteramente psíquico un concepto desencadena  en el cerebro de A la imagen acústica correspondiente. De esto se sigue un fenómeno enteramente fisiológico: el cerebro transmite a los órganos de fonación un impulso correlatvo a la imagen y posteriormente las ondas sonoras se transmiten de la boca de A al oído de B mediante un proceso enteramente físico. A continuación se sigue un proceso enteramente inverso de B hacia A. Lo que hemos identificado es el habla como uso individual de la lengua. Para comprender bien el papel de todo este esquema, debemos salirnos del acto individual, que no es más que el embrión del lenguaje y encarar el hecho social.

    Todos los individuos de la comunidad de hablantes reproducirán aproximadamente de la misma forma los mismos signos ligados a los mismos conceptos. ¿Porqué? Por mera inteligilibilidad. ¿Cuál es el origen de esta cristalización social? Lo que hace que se formen en los sujetos hablantes acuñaciones que llegan a ser sensiblemente idénticas en todos ellos es el funcionamiento de las facultades receptiva y coordinativa. La lengua no reside perfectamente más que en la propia masa de hablantes, es la suma de las imágenes verbales almacenadas en todos los individuos de la misma comunidad de hablantes.

    Al separar lengua de habla efectuamos dos separaciones:

        A) lo que es social de lo que es individual

        B) Lo que es esencial de lo accesorio y más o menos accidental.


    La lengua no es función del sujeto hablante; no supone premeditación o reflexión; es una propiedad de la comunidad. El habla por el contrario es un acto individual de voluntad e inteligencia en el que conviene distinguir:
   
        A) Las combinaciones por las que el sujeto hablante utiliza el código de la lengua común con miras a expresar un pensamiento personal.
        B) El mecanismo psicofísico que le permite tal proeza.

    Recapitulando los caracteres de la lengua:

    1.- Es un objeto bien definido en el conjunto heteróclito de los hechos del lenguaje. Es la parte social del lenguaje exterior al individuo, que por sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe sino en virtud de un contrato establecido entre los miembros de la comunidad.

    2.- La lengua, distinta del habla, es un objeto que se puede estudiar separadamente. La ciencia de la lengua  no sólo puede prescindir de los otros elementos del lenguaje; sino que sólo es posible cuando estos otros elementos no se inmiscuyen.

    3.- Mientras que el lenguaje es heterogéneo la lengua es homogénea: es un sistema de signos en el que sólo es esencial la unión del sentido y de la imagen acústica, y donde las dos partes del signo son igualmente psíquicas.

    4.- La lengua se hace abstracción de complejidades infinitas en la forma de producir la fonación, o de percibirla de otros. Sólo importan las imágenes acústicas que se peuden separar en un reducido número de fonemas susceptibles de ser evocados mediante grafías escritas, y sus correspondientes imágenes  visuales o mentales.


3.- El lugar de la lengua en los hechos humanos. La semiología.

    La lengua, así deslindada entre el conjunto de hechos del lenguaje, es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el lenguaje no lo es. La lengua es un sistema de signos que expresa ideas. Se puede concebir por tanto una ciencia de la vida de los signos en el seno de la vida social. La llamaremos semiología, y nos ayudará a entender en qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan.

Fuente: Curso de Lingüística general. Ferdinand de Saussure

 

La concepción saussureana de la naturaleza del signo lingüístico.

I. NATURALEZA DEL SIGNO LINGÜISTICO


    En una visión ingenua se podría pensar que una lengua reducida a su esencia consiste en una nomenclatura; esto es: un listado de términos que se corresponden con cosas. Esta visión es criticable por muchas cosas:

    1.- Supone la existencia de ideas previas  a las palabras
    2.- No nos dice si el nombre es de naturaleza vocal y psíquica.
    3.- Presupone que el vínculo entre el nombre y el objeto es una operación muy simple, lo que está muy lejos de ser cierto.
   
    Sin embargo, los términos implicados en el signo lingüístico no son el nombre y la cosa nombrada, sino que son ambos psíquicos: se trata del concepto y la imagen acústica. Están unidos en nuestro cerebro mediante un vínculo de asociación. La imagen acústica no es el conjunto de fenómenos físicos asociados a la vibración productora de un sonido en el acto del habla, sino la huella psíquica que tal cosa deja en nosotros. Llamamos imagen acústica, pero a pesar de ello puede provenir de una palabra leída o recordada.

    El signo lingüístico tiene por tanto dos caras: el concepto y la imagen acústica. Estos dos elementos estan íntimamente ligados y se reclaman recíprocamente. Tan sólo hablaremos de signo refiriéndonos a la imagen acústica, o aún al sonido por un abuso del lenguaje; una vez quede claro todo lo anterior: Llamaremos signo al conjunto constituido por los dos elementos más un vínculo de asociación entre ambos. Llamaremos significante a la imagen acústica y significado al concepto.

    El signo lingüístico así definido tiene dos carateres primordiales: arbitrariedad del vínculo de asociación significante-significado y caracter lineal del significante.

A.- Arbitrariedad del vículo de asociación significante-significado.

    La idea del sur no está ligada a la secuencia de sonidos s-u-r, que le sirve de significante. Cualquier otra secuencia de sonidos le serviría igual de bien. Hecho incontrovertible además, si tenemos en cuenta que diferentes lenguajes establecen diferentes significantes para un mismo significado sin problema alguno. Esto está pleno de ricas consecuencias, muchas de ellas difíciles de entrever en un primer vistazo. Dado que dicho vínculo es el alma del signo, diremos simplemente que el signo lingüístico es arbitrario, refiriéndonos a este hecho. Es la convención de la comunidad de hablantes quien legitima el vínculo entre significante y significado. Un símbolo es un conjunto similar a un signo lingüístico, pero en el cual la arbitrariedad no es completa, sino que existe una ligación añadida entre significante y significado. Algo de la plástica del significante remite al significado. Esto no es en absoluto requierido en el signo lingüístico, que desempeña su función mejor cuanto mayor arbitrario es. El símbolo de la justicia, la balanza no podría haber sido un objeto cualquiera; un carro o una flor, pongamos por caso.

    Como precaución añadida explicaremos que cuando hablamos de arbitrariedad no nos referimos que la vinculación queda al libre albedrío del hablante, sino que es inmotivado. Onomatopeyas y exclamaciones podrían ser pobres excepciones de este esquema que no alteran el valore del conjunto.

B. Caracter lineal del significante

    Por ser auditivo, el significante se desenvuelve únicamente en el tiempo, representan una extensión mensurable en una única dimensión, es una línea. Esta simpleza tiene inconmensurables consecuencias en la lengua que han sido pasadas por alto. De hecho, todo el mecanismo de una lengua depende de este simple hecho. Por oposición a los significantes visuales (señales marítimas o de tráfico por ejemplo), que pueden ofrecer complicaciones en varias dimensiones, los significantes acústicos sólo disponen de una línea de tiempo y se presentan encadenados unos a otros.

II INMUTABILIDAD Y MUTABILIDAD DEL SIGNO


1.- Inmutabilidad

    Si bien con relación a la idea que representa aparece el significante como libremente elegido, en relación a la comunidad de hablantes que lo emplea no es libre, sino impuesto. Ni a la masa social se le consulta ni el significante elegido por la lengua podría ser reemplazado por otro. La lengua no puede equipararse pues a un contrato y en este aspecto muestra el signo lingüístico su máximo interés de estudio. Veamos pues cómo el signo lingüístico está más allá de nuetra voluntad y veamos las consecuencias que extraemos de ello.

    Sea cual sea la época que elijamos, la lengua se nos presenta como herencia de etapas anteriores. El momento del acuerdo siempre se retrotrae a un pasado cada vez más oscuro. Por esto, el origen del lenguaje es un problema  de menor importancia del que habitualmente se le ha asignado. La lingüística estudia la lengua actual ya constituida en su discurrir normal y habitual. Todo estado de una lengua dado es el resultado de factores históricos, y esos factores son los que explican porqué el signo es inmutable, es decir, porqué resiste toda sustitución arbitraria.

    Ahora bien; afirmar que la lengua es una herencia no explica nada: ¿No se pueden modificar de un momento a otro leyes existentes y heredadas? Para cada institución heredada por la sociedad hay un balanceo entre la tradición impuesta y la acción libre de la sociedad sore dicha institución. Veremos porqué en el caso de la lengua el factr histórico de la transmisión de la lengua domina enteramente sobre la posibilidad de cambio lingüístico general y súbito. Podríamos defender que las sucesivas generaciones en la comunidad de hablantes no se superponen como los cajones de un mueble, sino que se interpenetran existiendo simultáneamente individuos de cualquier edad, y también se podría aducir que los hablantes en general son inconscientes de las leyes de la lengua en gran medida, y que en tal caso mal podrían cambiar unas reglas que desconocen, aunque usan perfectamente. Pero además existen causas espefícas de gran calado para explicar la inmutabilidad del signo lingüístico:

    a)  La arbitrariedad del signo. Efectivamente, aunque en un primer vistazo parece que la arbitrariedad ampara la posibilidad de cambio del signo, en una mirada más profunda se comprende que la imposibilita: si la relación de vinculación es arbitraria es imposible establecer una valoración que haga preferiri una a otra, o evolucionar conscientemente hacia algún lado con algún propósito. Esto podría valer para un sistema de símbolos, pues es perfetcmaente imaginable discutir acerca de la idoneidad de la vinculación entre significante y significado en ellos, pero no en los signos lingüísticos.

    b) El carácter demasiado complejo del sistema. Una lengua es un sistema muy complejo entendible sólo por especialistas, mientras que quienes lo usan, los hablantes, no necesitan saber de su funcionamiento para hablarlo.

    c) La multitud de signos necesarios en una lengua

    d) La resistencia de la inercia colectiva a toda innovación lingüística. A diferencia de otras instituciones, es usada por todo el mundo en cada instante, todos los hablantes se sirven de ella alo largo del día entero. No se puede comparar con ninguna otra institución. La lengua forma cuerpo con la vida de la masa social, que la conoce como suya porque así ha sido siempre. Es en función de su arbitrariedad que no conoce más ley que la tradición y precisamente por fundarse en la tradición es arbitraria.


2.- Mutabilidad

    El tiempo, que asegura la continudiad de la lengua, tiene otro efecto aparectemente contradictorio con el primero: el de alterar más o menos rápitamente el signo lingüístico, de modo que debemos hablar a la vez de mutabilidad y de inmutabilidad del signo lingüístico.Las lenguas s transforman sin que los hablantes puedan transformarla. Lo que domina en tod alteración es la persistencia de la materia vieja: la infidelidad al pasado es sólo relativa.
 
    Conviene no llevarse a engaño: la alteración no significa meramente en cambios fonéticos sufridos por el significante, o sólo cambios de sentido que atañen al concepto. Tal perspectiva sería insuficiente. Sean cuales fueren los factores de alteración, actúen aisladamente o combinados, siempre conducen a un desplazamiento de la relación entre significante y significado.

    Una lengua es incapaz de defenderse contra los factores que desplazan minuto a minuto la relación entre significante y significado de sus signos lingüísticos. Las otras instituciones humanas están fundadas en las relaciones naturales entre las cosas y hay una acomodación necesaria entre los fines a conseguir y los medios empleados para conseguirlos, no así en la lengua. No se puede imaginar qué impedimentos podría haber para asociar tal secuencia fonética a tal concepto. Es el carácter radicalmente arbitrario del signo el elemento diferencial de la lengua respecto a otras instituciones humanas.

    ¿En qué se funda la necesidad del cambio? Si se tomara la lengua en el tiempo sin relación alguna con la masa de hablantes (supongamos un único individuo que viviera siglos aislado), no veríamos lateraciones en la lengua; el tiempo no actuaría sobre ella. Inversamente, si tenemos en cuanta una masa social pero no el tiempo, no podremos observar efecto alguno de las fuerzas sociales sobre la lengua. Sin embargo, teniendo en  cuanta el tiempo y la masa social de los hablantes, dicho tiempo permite que las fuerzas sociales  actúen en la lengua desarrollando sus efectos, que no son otros que desplazamientos de las relaciones de vinculación entre significantes y significados.

 

Fuente: Curso de Lingüística general. Ferdinand de Saussure

LA VERDAD EN ANTROPOLOGÍA

Autor: Manuel Delgado Ruiz

Institut Catalá d'Antropologia

Universitat de Barcelona

1. La disolución de las certezas

          Más que una corriente ideológica o una escuela de pensamiento, bajo la denominación genérica de posmodernidad o posmodenismo –pero también de postcapitalismo, era postindustrial o postcientífica, era del vacío, era de lo falso, neobarroco y otras–, se reconoce un cierto estado de ánimo correspondiente a la abolición generalizada de los sentidos y al sentimiento de que, una vez malogrados los grandes proyectos transformadores de décadas anteriores, no es viable ninguna de las certezas y los entusiasmos que caracterizaron la modernidad. Dentro de este clima general, que determina gran parte de la producción intelectual y artística del final del milenio, la llamada antropología posmoderna o postantropología identifica, como un movimiento dotado de una cierta coherencia y unidad de postulados, a un grupo de antropólogos norteamericanos que, desde el principio de la década de los ochenta, impugnaron las pretensiones de cientificidad de la disciplina y procuraron una exaltación del carácter experiencial del trabajo de campo.

         El punto de partida de la propuesta epistemológica –o mejor dicho antiepistemológica– y deontológica de la antropología posmoderna habría que buscarlo en la toma de conciencia de que la antropología tradicional, identificada con el estudio de las sociedades exóticas, se encuentra en una crisis irreversible, precisamente a causa de la extinción paulatina de lo que había sido su objeto de conocimiento. La repatriación de los antropólogos y su repliegue al estudio de sus propias culturas –en el seno de las cuales se ven obligados a disputar su territorio de caza a sociólogos, politólogos, historiadores, filósofos, pedagogos, comunicólogos, psicólogos sociales e incluso a comentaristas de temas de actualidad–, la aparición de la figura inédita del etnólogo indígena y la metástasis occidentalizadora son factores que han hecho de la diversidad cultural un inacabable almacén de supervivencias, configurando un paisaje del todo nuevo, que ha obligado a una reformulación total de los presupuestos en que se basaba la profesión de antropólogo. Ahora, la cuestión fundamental es volver a considerar, de acuerdo con la nueva situación, en qué consiste la identidad de la antropología como disciplina y hasta qué punto está justificada su supervivencia como estrategia de conocimiento diferenciada, es decir, hasta qué punto el cuadro actual hace pertinente, o posible, cualquier antropología. Esta confusión que domina hoy por hoy el ejercicio de la antropología parece no afectar su ascendente explicativo, que no ha disminuido, antes al contrario.

         La corriente posmodernista en antropología se autopresenta como una revolución en la consideración de la disciplina y promueve una reconversión total de sus principios axiomáticos. Definir en qué consiste el posmodernismo en antropología es difícil. El rasgo teórico más destacado que los antropólogos posmodernos presentan es el de considerar inviable cualquier inferencia generalizadora y reducir la elaboración teórica a la emisión de conclusiones probables y provisionales sobre materiales siempre fragmentarios y contradictorios, renunciando, en consecuencia, a la meta de hacer de la antropología una disciplina nomotética, es decir, una ciencia, ni tan siquiera en el sentido más laxo de la palabra. En realidad el posmodernismo antropológico no es propiamente un movimiento teórico –es más, menosprecia abiertamente la formalización de teorías–, sino que su tema central, el que lo cohesiona y le otorga una personalidad propia, es el de la discusión sobre las condiciones en que se produce el trabajo sobre el terreno, mientras que el dominio puramente especulativo no pasa de un escepticismo bastante mecanicista, adoptado del postestructuralismo francés y de los ambientes centroeuropeos de crítica de la cultura. La antropología posmoderna establece que aquello que distingue un antropólogo de cualquier otro investigador de la vida del hombre en sociedad es, en contraste con la proliferación de técnicas cada vez más sofisticadas de investigación social, su manera digamos artesanal de trabajar y, por encima de cualquier otra cosa, el lugar privilegiado concedido en el proceso de investigación a su sociabilidad como el instrumento más insubstituible de aproximación al objeto.[1]

         En cierta manera, la creciente aceptación de la idea que la antropología debía ser, sobre todo, no tanto una epistemología (explicación) como una hermenéutica (interpretación) , iba a llevar por fuerza a tal situación de abandono de la teoría. Efectivamente, la hermenéutica nunca ha asumido la posibilidad de un lenguaje unificador y, ya que se acepta que es imposible traducir el lenguaje del otro, la única alternativa a que puede optar el etnógrafo orientado hermenéuticamente es la de apoderarse, hacérselo suyo, asimilarlo. No podemos saber qué pasa y, por tanto, no podemos codificarlo. Admitimos nuestra incapacidad por percibirlo correctamente, para después procurar disolvernos en el acontecimiento, como el único recurso para acceder a su verdad. Así, la antropología actual cumple, a causa de su relación con la alteridad, con el grado máximo de adecuación al principio canónico de toda hermenéutica, que es la de devenir «discurso sobre discursos provisionalmente inconmensurables».[2]

         Una vez superado el clima de animadversión que contra la especulación filosófica habían desplegado, desde posturas cientificistas, tanto el materialismo cultural como el estructuralismo de Lévi-Strauss –las estrategias dominantes en los 60 y principios de los 70–, parece en vías de hegemonización una tendencia en antropología que reclama la interpretación, y no ya la explicación, como la tarea central a la que debe entregarse el investigador de la cultura. Las herramientas conceptuales de que tal orientación se está valiendo proceden en gran medida de la filosofía, y, más en concreto, de la hermeneútica. Esa sensitividad por los problemas relativos a la posibilidad de traducir al nuestro sistemas de mundo exóticos es central en la  escuela posmoderna, cuyos representantes han insistido, como se ha hecho notar, en que es el carácter experiencial del trabajo sobre el terreno lo que otorga una singularidad al enfoque antropológico, y no tanto su capacidad de procurar inferencias de orden general. Desde tal óptica, la labor teórica del antropólogo queda deslegitimada más allá de la elaboración de conjeturas probables sobre materiales que se entiende no pueden ser sino discontinuos y contradicto­rios.

         Esta perspectiva es el resultado principalmente de la recepción norteamericana de una cierta forma francesa –Lacan, Foucault, Derrida, Lyotard, Deleuze...– de integrar el pensamiento de Heidegger en un sustrato estructura­lista y cuyo presupuesto vertebral acaso sería el de que toda persecución ontológica de la verdad puede ser mostrada como un puro predicado metalógico. De la mano de la crítica literaria –el Grupo de Yale (Hartman, Miller, Bloom, Paul de Man) en particular–, esta nueva perspectiva se tradujo en una abdicación de proseguir cualquier intento de crear un código unificador que diera cuenta de ese objeto imposible de conocimiento que pasaban a ser las culturas otras. Los esfuerzos nomotéticos del periodo anterior dejaron su lugar a una nueva tensión no exenta de ironía y a una permanente suspicacia ante los riesgos de la palabra. Enfrentados a la tremenda responsabilidad del lenguaje, fue así que los antropólogos posmodernos se descubrieron a sí mismos en la frontera última de ese problema nodal en la hermeneútica que es el de la posibilidad de la verdad como coincidencia de pensamiento y mundo. Con ello se agudizaba la hipocondría ética consustancial desde siempre a la praxis antropológica, la sensación de impostura ante las miserias de la reducción, ante las trampas de la elección y de la exclusión, y ante la conciencia de ser instrumento sometido al despotismo de la representación y del discurso. Se percibe entonces, todavía más poderosa, la condena a no poder hacer otra cosa que ficcionar sobre las ficciones sin garantía que le cuentan los otros, y entre las que creyó ver un día latir su esencia.

         La encarnación de esta nueva sensibilidad se produjo en el denominado Seminario de Santa Fe, en abril de 1984 y en la School of American Research, a partir del cual se elaboró lo que se considera como el acta fundacional del movimiento: la compilación Retóricas de la cultura, a cargo de James Clifford y George E.Marcus,[3] con las aportaciones de los principales exponentes de la corriente: Vincent Crapanzano, Mary Louisse Pratt, Renato Rosaldo, Stepeh A Tyler, Talal Asad, Michale M.J. Fischer y Paul Rabinow, además de los dos directores de la edición. El movimiento resulta en gran medida de autoaplicarse la antropología aquel mismo conocimiento disolvente con que había delatado las estratagemas semánticas que soportaban lo aparente de las culturas, contempladas en términos textuales por una disciplina cada vez más semiologizada. Puestos a ejercer su proverbial crítica negativa, no dejaba de ser lógico y previsible que la inteligencia etnológica explotara con solo mirarse al espejo, para ceder su lugar a una etnografía polícroma, una suerte de fantasía objetiva que, a pesar de su encastamiento en los troncos de la etnociencia y de la antropología simbólica e interpretativa, ya no interpretaba, ni tampoco comparaba, ni verificaba, ni buscaba significados y se conformaba con no decir mentiras, por mucho que se supiese y se quisiese incapaz de decir la verdad.

Resultado: una antropología que, de hecho, ya no es ninguna antropología –y por esto Geertz y Clifford hablan de postantropología–, que explicita una especie de vocación suicida, no exenta de un cierto narcisismo. Ciertamente, lo que pasa a ocupar el primer lugar de la escena es la autoridad autorial del trabajador de campo, es decir, del etnógrafo como traductor de mundos intraducibles, representador de representaciones, persona que escribe textos sobre vidas que, a su vez, son textos, y que no puede brindar otra cosa que su perplejidad, el anonadamiento de quién sufre la experiencia del contacto con el otro, ya no, en el viejo estilo, como una iniciación profesional con un importante componente humano, sino mucho más como una especie de trauma vital irreversible, un cataclismo que hace de quien lo experimenta otra persona.

         El libro de Clifford Geertz El antropólogo como autor resumió muy bien este ánimo, con sus reflexiones a propósito de Lévi-Strauss, Ruth Benedict, Evans-Pritchard y Malinowski.[4] Lo que se planteaba era qué significa esta labor del etnógrafo librado a la observación meticulosa de la vida de otros allá donde están, para referirse a ellos después, con una cierta pretensión de lealtad, allá donde no están y ante quién no los conoce. La pregunta ante la monografía etnográfica es siempre la misma: ¿hasta qué punto pudieron, supieron o quisieron sus autores evadirse del peso de la autoría personal? O, formulando la misma pregunta con otras palabras: ¿cómo ignorar, en literatura etnológica, la responsabilidad del lenguaje? ¿Cómo percibir dónde acaba lo descrito y empieza aquél que describe? Plantearse en tales términos las relaciones entre realidad cultural  y referencia etnográfica operaba como un desplazamiento al campo de la antropología de la cuestión más general –nodal para la crítica literaria– de cómo se asocia la palabra escrita con la vida, y del tema filosófico mayor de la posibilidad de la verdad. Todo esto sin perder de vista que el etnógrafo pretende también ser una especie de naturalista que tiene como objeto de estudio una cosa –el ser humano–, sobre el cual inevitablemente incide, pero que tiene la extraña virtud de incidir sobre aquel que lo estudia. El antropólogo, en este caso, trabaja sobre una realidad que le trabaja.

         Frente a esa certeza de la intersubjeti­vidad como subjetividad amplificada, la posmodernidad antropológica ha colocado en primer término de sus producciones el asunto de la trabazón entre circunstancia personal y circunstancia etnográfica. La compilación de datos en el campo se plantea, así, a la manera de una alétheia heideggeriana, a la que guía una voluntad de desocultación o reconocimiento de alguna cosa que se manifiesta en un momento privilegiado en que pensamiento y corporeidad son idénticos y se confunden, una coincidencia que, por otra parte, vista de cerca, se contempla como el resultado de aplicar un molde predefinido y contingente, que hace de lo visto una sombra de quien mira. Y eso en el mejor de los casos. En el peor, la ilusión de plenitud se reduce a un mero solipsismo, y ya no hay diálogo, ni tan sólo indígenas interpelados, sino, a lo sumo, antropólogos ventrílocuos.

         Esta convicción de que lo que fuera la ciencia de la cultura sólo podía aspirar a lo sumo a constituirse en una frontera de la hermeneútica, colocada ante un otro radical que obligaba a hacer incontestable la inconmesurabilidad e intraductibili­dad de los discursos, ha encontrado entre los pensadores posmodernos una cierta reciprocidad, consistente en esa misma percepción de que el círculo hermeneútico había encontrado en los intentos de conocimiento de la alteridad cultural su límite extremo.

         Tal proceso de «etnologización» del pensamiento actual, por nombrarlo a la manera como lo hace un joven antropólogo catalán,[5] se inicia desde el lugar central que el tema del otro merece en cierta filosofía del lenguaje –Levinas– y a partir también de la simpatia hacia la desvío etnológico por parte de pensadores que procuraron, en Francia, una profundización en los apuntes semióticos de Nietzsche y en una cierta metafísica del signo –Deleuze, Foucault, Baudrillard, Derrida. Concretando esa predisposición, la propuesta de pacto arranca en el posfacio que Habermas escribe en 1973 para su Conocimiento e interés, en el que apunta que los intereses cognitivos y, en general, los proyectos de los que nace cualquier vinculación hombre-mundo, podían vindicar no sólo un estatus trascendental, sino también empírico al ser analizados en términos de una antropología cultural, concebida a su vez como idéntica a una historia natural. La tesis ya había sido enunciada por Habermas en un artículo del 65: «Las realizaciones del sujeto trascendental tienen su base en la historia natural del género humano».[6] Esa sugestión era llevada a sus últimas consecuencias teóricas por Richard Rorty, que, en el último capítulo de La filosofía y el espejo de la naturaleza, reclamaba directamente una identificación-disolución de la hermeneútica en la antropología cultural. Proyecto éste que Gianni Vattimo, en el capítulo IV de El fin de la modernidad,[7] consideró al mismo tiempo con simpatía y con escepticismo, habida cuenta del compromiso que, según él, la antropología había adquirido ya con las perspectivas metadiscursivas. Se daba por supuesto que tal asunción de la antropología sólo podía producirse a partir de la renuncia de ésta, ya asumida por la antiepistemología de los antropólogos posmodernos, a lo que en ella se había intentado introducir de nomotético. De hecho, pocos escenarios mejores que el del shock cultural del etnógrafo para ilustrar, en su clave más radical además, tanto la Zwiefalt o «partición» como el Missverstehen o «equívoco» heideggerianos, que predicaban una dimisión de todo ensayo especularizador sobre el discurso otro, cortocircuitado –por decirlo a la manera de Gadamer– por la presencia intrusa, por inevitablemente etnocéntrica, de la teoría.

         Así pues, la antropología y la filosofía posmodernas han encontrado no sólo una desembocadura concurrente para sus proposiciones, sino, todavía más: un espacio común en que ensayar una disolución de la una en la otra, previa renuncia a aquellas especificidades universalizadoras en que ambas fundaron el espejismo de su singularidad. La desfundamentación radical heideggeriana implicaba, en efecto, un más allá tanto para la antropología como para la metafísica, a las que, luego de desactivarlas, las desligitimaba y acababa reuniéndolas en una hermeneútica de tono abiertamente nihilista.

 

 

2. De lo débil a lo lábil

 

 

         Hasta ahí lo que aparece como una situación de ruptura en antropología y en filosofía. Tal estado de ánimo se corresponde con el cuadro general de desaliento ante el fracaso de todos los grandes entusiasmos transformadores y la intemperie en la que parece haber quedado el pensar en general. Tanto los antropólogos de Stanford, Santa Cruz, Berkeley o Rice, herederos del Seminario de Santa Fe en que se organiza el etnoposmodernismo, como los cultivadores del pensiero debole, han creído descubrir parámetros en torno a los que articular una nueva negociación intelectual entre filósofos y culturólogos. Pero, ¿es realmente novedosa esa situación? ¿Ha sido ahora, bajo el signo de todos los desencantos y derrotas, que la antropología ha naufragado en su viaje imposible hacia las ciencias, para arribar exhausta a las playas de una filosofía de la decepción? ¿Ha habido que esperar hasta hoy para que la preocupación de los filósofos por la verdad y sus interrupciones haya encontrado en la etnología un laboratorio donde certificar sus más pesimistas intuiciones?

         ¿O no? ¿O todo ésto ya fue visto antes, y no de una forma en exceso distinta? Por supuesto que la respuesta es que, desde su aparición entre los saberes, la antropología ha conocido esa tirantez entre su vocación naturalista y la evidencia de que su conocimiento estaba en cierto modo condenado de antemano a ser particular y conjetural, es decir interpretativo. Por otra parte, una porción en todo momento importante –y, a épocas, mayoritaria– de estudiosos de la cultura humana han sido conscientes de la imposibilidad –o cuanto menos de la alta dificultad– de toda globalización. De igual manera que el Círculo de Viena ya anticipó, con su asimilación de la filosofía al mero análisis lingüístico, la antropología lleva décadas demostrando su escasa predisposi­ción a precipitar generalizacio­nes y todavía más a dar por buenas las ya dadas. Tanto esa desconfianza de la antropología ante cualquier fórmula ontologizante de amplio espectro, como su prudencia ante la posibilidad de acceder a la lógica de sistemas de mundo otros, arrancan en ese axioma –el relativismo cultural– del que la disciplina hace su más innegociable recurso tanto epistemológico como deontológico, por mucho que la hayamos visto emerger con ínfulas de novedad bajo la posmoderna noción de «diversidad de los universos culturales». Como hacía notar Alberto Cardín,[8] frente a las pretensiones de originalidad del pensamiento débil posmoderno la antropología estaba en condiciones de brindar los resultados de casi un siglo de pensamiento lábil. Una cuestión ésta que harían bien en tener en cuenta quiénes con tanta frecuencia la reprochan a los antropólogos haber adoptado posturas de excesiva comprensión hacia prácticas culturales consideradas inaceptables.

         La crítica de lo que hoy se da en llamar metarrelatos nació, efectivamente, a principios de siglo, en el momento mismo en que Franz Boas y su particularismo histórico fundan la antropología contemporánea. Desde ese punto inaugural, la historia de la disciplina ha sido la de su impugnación de las pretensiones omniexplicati­vas de los grandes discursos teóricos, incluso por parte de quienes podían antojarse en principio sus representates en la disciplina: Malinowski, desenmascarando el valor intercultural del complejo de Edipo freudiano, o la renuncia de la mayoría de antropólogos marxistas a dar con algo parecido a la noción canónica de infraestruc­tura en las sociedades primitivas, por citar un par de elocuentes ejemplos. Ni siquiera la posmoderna abolición del sentido puede negar su precedente en la negatividad y la apoteosis de la in-significancia en que se resolvía el hiperformalismo de la antropología estructural. Al tiempo, al primar lo sincrónico y lo tipológico, la labor del antropólogo ha empezando siempre por desmentir cualquier ilusión geneticista, lo que le convertía en precursor de esas formas de análisis que ahora llamaríamos antinarratológicas o deconstruti­vas. Dicho de otro modo, ni el abstencionismo crítico, ni la vocación desabsolutiza­dora, ni un cierto tono cínico en sus comentarios pueden presentarse como rasgos de una antropologia determinada desde el ultraescepticismo posmoderno, sino que son parte irrenunciable de la moral y la gnoseología de la disciplina desde el momento mismo de su constitución.

         Por otra parte, el encuentro con la hermeneútica por parte de la antropología no es en absoluto cosa de ninguna «última tendencia» de los saberes. En primer lugar porque la forma antropológica de conocer, por su insistencia en la opacidad de la conciencia inmediata y su hostilidad contra cualquier evidencia, pasó a alinearse desde un primer momento del lado de lo que luego Ricoeur llamaría filosofías de la sospecha. A otro nivel, el estudio de las culturas extraoccidenta­les recuperaba el objeto inicial de todo el proyecto hermeneútico de Schleirmacher, destinado, como se sabe, al esclarecimiento de textos remotos y difíciles, a la manera como haría la exégesis protestante alemana con la Biblia. Todas las escuelas que, originándose en Boas, ponen el acento en los aspectos ideacionales de la cultura y en la reconstrucción de las categorías indígenas de pensamiento no hacen, en definitiva, sino aplicar el principio schleiermachiano de entender el discurso primero igual de bien y luego mejor de cuanto lo entendía el autor mismo. Ese fue, a su vez, el presupuesto que hacía sostener al primer Dilthey que todo proceso de exteriorización en términos culturales de la actividad humana podía ponerse en paralelo a aquel otro proceso mediante el que un autor exterioriza unas determinadas intenciones en un texto.

         Se ha estudiado bastante a fondo la fuerte influencia que Franz Boas recibió de Wilhelm Dilthey y su Geisteswissenschaftli­che Pshycologie, el conocimiento «desde dentro» que hacía posible una ciencia del espíritu. Algo parecido podría decirse del ascendente que tanto Lowie como Kroeber, discípulos y continuadores destacados de Boas, sufrieron una fuerte dependencia de la escuela neokantiana de Baden, sobre todo de Windelband y Rickert. Esos son los cimientos sobre los que se levantará luego la escuela de Cultura y Personalidad –Kardiner, Linton, Mead, Benedict...–, a la que transmite una preocupación por trascender los dinteles de la superficie contextual para profundizar en la dimensión psicológica, algo que se hará a partir de la adaptación de presupuestos freudianos pero que no se aleja demasiado al fin de la idea heideggeriana de círculo interpretativo. Fieles a esa tradición, en los años 60, Alfred Shutz y, tras él, Harold Garfinkel elaboraron en forma de teoria organizada un ascendente de la fenomenología y la hermeneútica centroeuro­peas que siempre había estado implícito en el culturalismo norteamericano. Fue así que se determinaron las orientaciones de signo mentalista –etnometodología, nueva etnografía, antropología cognitiva, interaccionismo simbólico– que iban a competir con la antropología materialista en el panorama académico de los Estados Unidos. Fue también ese el marco que conoció polémicas históricas, como la relativa al efecto Rashomon en antropología, que enfrentó a los objetivistas, encabezados por Marvin Harris y partidarios de primar los conceptos del observador científico –la dimensión etic– en el estudio de la cultura, con quienes, asumiendo los postulados teóricos de Pike, defendían que eran las categorías indígenas –o emic– las que debían ser atendidas como fundamentales.

         En el Reino Unido, dominado hasta finales de los 40 por la severidad cientificista del estructural-funcionalismo, esa incorporación de la perspectiva interpretacionista a la antropología se producirá como un episodio más de esa síntesis generalizada que la época de posguerra conoce entre el empirismo positivista y pragmático de la tradición anglosajona y las distintas sensitividades de matriz más o menos existencialista procedentes del continente. El punto de partida de esa apertura hermeneútica se produce desde el momento mismo en que Evans-Pritchard y Firth rompen con la poderosa égida de Radcliffe-Brown y acercan la antropología social británica a posturas ideográficas. En sus conferencias radiadas por la BBC de 1950, Evans-Pritchard pronuncia las palabras que sellarán como irreversible el divorcio con una parte sustancial de su propio pasado: «La antropología social estudia las sociedades como sistemas morales o simbólicos y no como sistemas naturales; se interesa menos en el proceso que en el propósito, y, por lo tanto, busca esquemas y no leyes, demuestra la coherencia y no las relaciones necesarias entre las actividades sociales, e interpreta en vez de explicar».[9] De esa desviación hacia actitudes analíticas de tipo semiologizante van a resultar obras capitales en la formación de una tendencia simbolista en antropología, como La religión nuer, de Evans-Pritchard, o Divinidad y experiencia, sobre la cosmología religiosa dinka, de Goodfrey Lienhardt.

         Cabe remarcar que muchas veces la hermeneútica se filtró en la antropología británica a partir del emparentamiento de aquella tanto con la filosofía analítica del lenguaje como con la teoría crítica inspirada en la Escuela de Frankfort. El problema de la verdad en antropología pasaba a convertirse en una de las variantes de la problemática general de las posibilidades de comprensión de otros universos culturales, tal y como los teóricos de la ciencia la plantearon a partir de la propia literatura antropológica.[10] En el seno de la firme tradición positivista de la antropología social británica se abría camino una creciente atención hacia las perspectivas abiertas por la filosofía analítica. Fue desde esa tesitura que se intentó dotar de una base epistemológica mínima la problematización de la exégesis de lo diverso –ya sugerida por Boas, por los primeros trabajos de Evans-Pritchard y, más explícitamente, por Malinowski–, y fue desde ese nuevo frente que se desencadenó el gran debate que, a principios de los 70, encaró en Gran Bretaña, y a propósito de la racionalidad o no de las cosmologías de base extracientífica, a antropólogos y metodólogos popperianos –Horton, Jarvie– con teóricos del lenguaje ordinario que seguían las aportaciones del último Wittegenstein –Peter Winch, sobre todo.

 

 

 

3. La etnografía como herméneutica.

 

         Los antropólogos posmodernos han subrayado que el trabajo de campo implica algo muy parecido a la «experiencia de verdad» que, a partir de Hegel, Gadamer conceptualizaba enVerdad y método para dar cuenta de lo que sucede cuando el encuentro con algo produce una modificación-incorporación en el sujeto, cuya conciencia se ve fragmentada o desplazada –«dislocada», escribe Gadamer‑ por lo conocido. Se trata, en definitiva, de lo que Hans-Georg Gadamer llama «fusión de horizontes» hermeneútica, cruce de tradiciones que impone a su vez interpretaciones dialógicas, juego entre interlocuciones en la que no tiene porqué haber vencedores ni vencidos y de la que, al margen o en los bordes del propio método etnográfico, surge una tercera figura, que no es otra que la de la evocación narrativa a que se vuelca el explorador de lo distinto. Por encima de todos los malentendidos que el término haya podido suscitar, es bien cierto que ese principio de observación participante que inspira el trabajo sobre el terreno no consiste sino en eso, en la experiencia que sitúa al etnográfo en el ojo del huracán del proceso que, como señalaba Habermas al final de Conocimiento e interés, conduce de la «experiencia sensorial», u «observación», a la «experiencia comunicacional», o «compren­sión», proceso que se resuelve en una descripción y una narración, y que muestra como la lógica de la investigación es la del contacto entre los a priori de la experiencia y los de la argumentación.

         Tampoco en ese aspecto de las comunicaciones entre antropología y hermeneútica se puede evitar la sensación de déjà vu. Esa «moral del diálogo» –Levinas, Gadamer– o «ética de la comunicación ilimitada» –Apel, Habermas– es lo que encontramos en la mayoría de las monografías etnográficas clásicas, anteriores desde luego a la melancolía algo afectada que destilan Tuhami, de Crapanzano, Medusa’s Hair, de Obeyesekere, Ilongot Headhunting, de Rosaldo, o Reflexiones sobre un trabajo de campo en Marruecos, de Rabinow, por citar algunos productos de la sensibilidad etnográfica posmoderna. La manera de plasmarse en forma de relatos la tensión, notada por Habermas, entre práctica de vida y práctica de investigación, o, por enunciarlo ahora a la manera como Ricoeur se hacía eco del noema de Husserl, el drama de la reducción de lo vivido a su decibilidad, no ha tenido que aguardar a la posmodernidad antropológica. Mucho antes de las monografías «de moda», centradas casi en la desintegra­ción personal que amenaza al observador de lo distinto, la etnología francesa heredera de Durkheim y Mauss llevaba décadas proveyendo de piezas considerablemente más auténticas e incluso más valiosas literaria e informativamente, en que se levantaba acta de los descalabros vitales derivados del trabajo sobre el terreno en antropología. Pienso ahora, por citar un puñado de casos, en Afrique fantôme, de Leiris, Dios de agua, de Griaule, Do Kamo, de Leenhardt, L’Afrique ambigüe, de Balandier, Lo exótico es cotidiano, de Georges Condominas, o, sin ir más lejos, el Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss. La propia tradición anglosajona había dejado escapar, por entre las rendijas de su rigidez positivista, alguna que otra expresión de ese malestar ‑que los postantropólo­gos tanto y tan injustificada­men­te reclaman como su tesoro‑ ante lo que Remo Guidieri –el antropólogo favorito de Vattimo– llama la incompletezza de la inteligencia etnográfica.[11] Ahí están ese Naven, de Bateson, el célebre Diario de campo en Melanesia en que Malinowski se permitía desmoronarse, o la introducción de una obra tantas veces citada como ejemplo del rigor estructural-funcionalista en la elaboración de monografías de campo: Los nuer, de Sir Eduard E. Evans-Pritchard.

         Esa calidad exegética que posée, como naturalmente, la buena descripción etnográfica tuvo, pero, que esperar a la primera antropología explícitamente interpretativa para ser formulada teóricamente. Clifford Geertz anota: «Lo que se interpreta es el flujo del discurso social y la interpreta­ción consiste en tratar de rescatar ’lo dicho’ en ese discurso de sus ocasiones perecederas y fijarlo en términos susceptibles de consulta».[12] También se debe hacer notar que todo lo que se ha venido diciendo sobre la imposibilidad de salir indemne del contacto profundo con el otro cultural se parece mucho a una manifestación vehemente de lo que Gadamer entiende que es la experiencia de lo simbólico, en que «este individual, este particular, se representa como un fragmento que el Ser que promete complementar en un todo integro al que se corresponda con él; o, también, quiere decir que existe el otro fragmento, siempre buscado, que complementará en un todo nuestro propio fragmento vital».[13] Una sensitividad ésta que conecta con aquella declaración de principios geertziana de que «la vocación esencial de la antropología interpretativa no es dar respuestas a nuestras preguntas más profundas, sino darnos acceso a respuestas dadas por otros»,[14] pero no menos que con lo escrito un día por Habermas sin pensar en la etnografía: «El mundo del sentido transmitido se abre al intérprete sólo en la medida en que se aclara a la vez el propio mundo de éste». [15]

         El etnógrafo, en efecto, incluso aquél que parte de distinciones ajenas a toda voluntad interpretativa y que se limita a registrar acontecimien­tos que presume significativos, no puede evitar una puesta en comillas casi mecánica, y una reformulación luego, de sus anticipaciones iniciales y de las experiencias concretas de las que fueron producto. En este caso, la hermeneútica no estaría, como quieren Vattimo y los antropólogos posmodernos, al final de un proceso, como indicio de su frustración, sino al principio, como prerrequisito gnoseológico, anterior al método, a que el antropólogo somete no sólo sus propios postulados y los de su disciplina, sino los que fundan y organizan el mundo del que procede.

 

 

4 . Desconcierto y renovación de la antropología

 

 

         La totalidad de expresiones derivadas de aquello que Apel llamó la «transformación semiótica del kantismo» han acabado recalando, explícitamente o no, en la problemática, tal y como la inaugura Heidegger y la desarrolla luego Gadamer, de las condiciones que hacen posible o no el conocimiento a partir de un yo conocedor. El dasein o ser-allí heideggeriano se ha convertido en el «estar allí» de Geertz en sus disquisiciones sobre lo autorial en literatura etnográfica de El antropólogo como autor. Junto con Gadamer, aunque distanciándo­se de él al reconocer una dimensión del ser que trasciende el lenguaje, ha sido Paul Ricoeur el filósofo que más ha influenciado en el panorama general de la antropología interpretativa. El paso fundamental que llevó la idea de símbolo propia de la antropología simbólica al que manipula la actual antropología interpretativa ‑incluyendo en su ala más radical a los antropólogos posmodernos‑ se debió precisamente a la capacidad que tuvo la concepción ricoeuriana de metáfora de romper con la oposición entre pensamiento y acción que había impuesto el neopragmatismo de Geertz, que se empeñaba en mantener la vieja identificación utilitarista entre símbolo y estrategia.[25] La teoría de Ricoeur sobre la metáfora y el símbolo superaba también la discusión que la antropología británica había conocido a propósito de la racionalidad, al tiempo que descalificaba la pretensión, ampliamente mantenida desde todas las variantes del empirismo anglosajón, de que existía una dimensión «expresiva» o «connotativa» de la metáfora cuya función era no sólo extrainstrumental, sino también extradenotativa, y que se reducía sus tareas a las meras de evocación y ornamentación figurativa.

         El razonamiento de Ricoeur de que toda metáfora pertenece al discurso –lo que llama «metáfora de la oración»–, que se mantiene en tensión con el significado literal a través de la estructura de la oración, abría nuevas posibilidades a la exégesis de costumbres o prácticas culturales hasta entonces concebidas como de racionalidad enigmática o inverosímil. La interpretación metafórica destruía el comentario literal al arrastrarlo a una contradicción, que era, a su vez, generadora de significado y, por ello, predicativa, fuente de mundo. Ese método hermeneútico de Ricoeur, basado en las relaciones dialécticas entre entendimiento, explicación y comprensión, así como la idea de que todo acto comunicativo posée una contenido propositivo y una fuerza ilocucional, han resultado fundamentales en la antropología social de la dos últimas décadas. El camino que recorre Victor Turner desde su militancia en la escuela funcionalista de Manchester a la antropología de la experiencia y la pefomance que elabora tomando como base a Dilthey, pasa sin duda por Ricoeur. La idea de que la determinación de lo útil exige el concurso de una mediación simbólica, fundamento de la crítica de Sahlins al materialismo cultural del que había sido él mismo transfuga, está abiertamente inspirada en la manera como Ricoeur vincula palabra, significado y acción. Quienes heredaron de Turner el liderazgo intelectual en Chicago, como James W. Fernández, llevaron su asimilación de la hermeneútica ricoeuriana a reclamar para la antropología el estatuto de tropología,[26] es decir de modalidad de la retórica, consagrada al conocimiento o explicación de los tropos o «palabras apropiadas ausentes».[27]

         En una segunda fase de su evolución intectual, Ricoeur distinguió el símbolo de la metáfora, al atribuir al primero un origen prelingüístico y al resituar dialécticamente, a partir de tal condición extrasemántica, las relaciones entre naturaleza y cultura, un tipo de conclusión a la que Mary Douglas ya había llegado desde presupuestos neodurkheimnianos en su Símbolos naturales, pero todavía más afín a la antropología estructural y su teoría del pensamiento simbólico como metalenguaje, es decir como dominio en que los significados no significaban ya el signo, como sucede en el nivel semiológico convencional, sino la significación misma. En efecto, ese concepto ahistórico y arreferencial del símbolo, que lo señalaba como consecuencia de una economía del pensamiento, era resultado de la recuperación que en cierto momento hizo Ricoeur del objetivismo lingüístico de Saussure, lo que suponía tenderle una mano a aquel "kantismo sin sujeto trascendente" que el filósofo atribuía a Lévi-Strauss. Como es sabido, el autor de El pensamiento salvaje no se condujo con reciprocidad con respecto a la afirmación de Ricoeur de que «nunca podrá hacerse hermeneútica sin estructuralismo»,[28] y no quiso aceptar la invitación a ampliar su sintaxis a una semántica que se interesase por los contenidos. Por otra parte, el distanciamiento o epoché husserliano era difícilmente compatible con el estatus epifenoménico que Lévi-Strauss asignaba al significado con respecto de la estructura.

         Si Lévi-Strauss declinó la invitación de Ricoeur a extender la etnología a una hermeneútica, no puede decirse lo mismo de lo que hoy es el grueso de la antropología social y cultural. La cuestión de fondo se ha planteado en torno a si la interpretación es o no una actividad descifradora que nos permite acceder a alguna forma de realidad. Desde la hermeneútica, tal fue la presunción no sólo de Ricoeur, sino también tanto de Apel como de Habermas, y hasta puede especularse sobre si, a pesar de Vattimo, en Ser y tiempo Heidegger no participaba de una cierta voluntad reconstructi­va, capaz de descubrir intenciones en las acciones humanas y en los actos comunicativos en general. En esa dirección es que los nuevos eclecticismos que configuran la antropología actual admiten la necesidad de una exégesis de las culturas, entendidas como textos, que no cierre la posibilidad de acceder a los significados desde otros horizontes distintos a los que constituían su fuente inmediata. Eso supone que, al margen de los proyectos liquidacionistas de la antropología que los posmodernos encarnan, la mayoría de etnólogos están por ir más allá de las intencionali­da­des subjetivas, y de los contextos particulares históricos y culturales a los que puede atribuirse su génesis, en tanto consideran viable una reconstrucción de las pautas que orientan las expectativas mútuas de los interlocutores en el intercambio comunicacional. Lo "real" existe, por mucho que no como hecho instrumental y objetivo, sino más bien, y como Ricoeur quería, bajo el nuevo aspecto de una polisemia hacia la que es posible proyectarse y regresar.

         Tal sería la base de esa teoría hermeneútica de la cultura que la antropología social y cultural convoca a redefinir el campo semántico sobre el que opera, sin otro objeto que el de adaptarse a las dramáticas mutaciones históricas que la envuelven. Pero esa hermeneútica que la antropología asume como requisito para prolongarse y sobrevivir no concluye en un estallido de la disciplina, como los posmodernos pretenden, sino en lo que Ricoeur definía como una «nueva aprehensión del sentido por medio de un pensamiento reflexivo o especulati­vo»,[29] o, siguiendo ahora a Habermas, en una «comprensión de sentido que, en lugar de la observación, abre acceso a los hechos».[30]

         Esa asunción de la hermeneútica supone que la antropología social y cultural ha confesado la fragilidad de sus métodos, lo fragmentario de sus observaciones y la precariedad de cuanto pueda afirmar de los mundos que compara. Tales constataciones, que tanto comprometen la vocación que un día experimentara la antropología de devenir productora de saber nomológico, hacen de la interpretación un instrumento refundador de la disciplina, capaz de desautorizar las pretensiones del positivismo ‑y de la lógica de dominación a que obedece‑ de convertir la etnología en una más de sus prótesis operativas. Tendría lugar, con ello, un episodio parecido a aquél en que Franz Boas desmanteló otra forma de ingenuidad pseudocientífi­ca ‑el evolucionismo unilineal del XIX‑, haciendo posible así el alumbramiento de la antropología moderna. Esa reconversión gnoseológica de la antropología, mediante la que se reclama un lugar no marginal para la intersubjetividad, no tiene por qué significar la renuncia a lo que da sentido a una disciplina que nació y existe para dar repuesta a enigmas que la precedieron. Como en sus inicios, continúa siendo necesario y urgente el combate contra la apariencia y por dar con las tecnologías recurrentes y los esquemas inerciales que se ocultan tras la infinita multiplicidad de los acontecimientos culturales, para esclarecer de este modo el repertorio de mecanismos de que los seres humanos se han valido y se valen para imaginarse el universo en que viven.

         Este problema de la desintegración personal que amenaza al observador, como contrapartida a los datos que recoge, y también a los exudados sentimentales que resultaban inherentes a su profesión, había estado sistemáticamente omitido en los informes debidos a la tradición etnográfica anglosajona. Es por ello que se ha otorgado una importancia principal a precedentes directos de esta autoreflexividad del trabajo de etnógrafo que define la antropología posmoderna. Es el caso, evidentemente, del Diario de campo en Melanesia, las anotaciones personales de Bronislaw Malinowski durante la elaboración de Los argonautas del Pacífico occidental, una obra de culto que era presentada a los estudiantes de antropología de todo el mundo como el punto de referencia inexcusable para considerar lo fundamental del trabajo de campo. La publicación póstuma del diario secreto de Malinowski representó un auténtico jarro de agua fría, al revelar prejuicios y vulnerabilidades que nadie hubiera podido llegar ni de lejos a imaginar, leyendo las sobrias páginas de sus trabajos sobre los trobriandeses. Resultaba ahora que Malinowski era un hipocondriaco que aborrecía profundamente a los nativos, que padecía amores fantasmáticos y enfermizos y que, sobre todo, encontraba a faltar a su madre. Aquello que podía haber constituido un escándalo y el principio de una desmitificación de Malinowski acabó siendo interpretado como un magnifico monumento a lo que de más autentico, vivo y emocionante habia en el trabajo etnográfico, la constatación de un naufragio humano de alguien que intentó sin suerte luchar contra su fragmentación y que encontró las claves de la vida de unas gentes remotas a costa de perder para siempre las de la suya propia.

 

 

5. Conclusiones.                       

 

En el Debe de la antropología posmoderna hay que anotar, además de su más que relativa originalidad, una cierta tendencia al narcicismo y una inmodestia más bien fastidiosa, que tiene su reflejo en la petulancia de algunas proclamaciones. A los antropólogos posmodernos se les puede leer cosas como : “¿Acaso ha de preñar el etnógrafo sus textos con su fálica interpretación vigorizante para que tengan un significado fiable?[31] O bien : «La etnografía posmoderna puede ser solamente el diálogo mismo o posiblemente una serie de dichos paratécticos yuxtapuestos en una circunstancia compartida».[32] Al Haber tenemos, no obstante, un puñado de cosas aprovechables. Paradójicamente, lo que más valioso hay que reconocer en las nuevas corrientes en antropología es precisamente lo que en ellas hay de escasamente inédito. La antropología posmoderna se ha detenido, y nos ha invitado a deternernos por unos momentos con ella, para pensar en algo que ya nos había preocupado mucho antes, acaso desde el momento mismo en que la disciplina llegó a constituirse. Hablo de las siempre tan díficiles correlaciones entre observación y teoría, de las limitaciones de toda interpretación, de la siempre percibida sensación de impostura ante la miseria de la reducción, las trampas de la elección y la exclusión, la condena a ficcionar. Cabe preguntarse si ha habido algún antropólogo que no se haya preguntado alguna vez con honestidad sobre sus posibilidades de escapar, tal y como anhela, del discurso, de aplicar sobre las cosas una mirada liberada del despotismo de la representación. A la corriente posmoderna en antropología hay que reconocele su capacidad de colocar en primer término de la discusión los problemas derivados de la relación entre circunstancia personal y circunstancia etnográfica. Es decir, el conjunto de cuestiones asociadas al quién habla, de quién, en qué términos y, sobre todo, con qué derecho. Como señala James Clifford, «la etnografía es, en última instancia, una actividad situada en el ojo del huracán de los sistemas de poder que definen el significado».[33]

         En estas circunstancias en que todos los discursos de verdad aparecen como un fraude, en que toda certidumbre queda reducida a un simple despliegue retórico, resulta inexorable una deslegitimación sistemática de todo metanivel que pretenda trascender la provisionalidad de la existencia humana. Este es el principio abisal del pensamiento y el ánimo posmoderno, la identificación de la verdad en tanto que falsedad convenida y autovalidada, lo que en antropología se traduce en una condena a muerte de todo principio de cientificidad, nuevo asesinato nietzscheniano de una de las nuevas figuras de Dios. El etnógrafo posmoderno descubre que de los exóticos apenas puede ofrecer otra cosa que un simple relato, brindado sin garantía alguna, simulación en que el ser de los otros queda atrapado, como en una ratonera, en aquello que Geertz llama el como si... Por supuesto que nada de nuevo hay en eso. Se reconocen aquí los perfiles de Nietzsche, del Weber que Parsons ignorara, de Heidegger, de Foucault... La antropología posmoderna, por su insistencia en subrallar los sarcasmos de la profesión y por su voluntad de mostrarse en toda su capacidad de cinismo, puede ser entendida como una antropología esencialmente nihilista.

         En el extremo más radical de tal sensación, allá donde los estructuralistas quisieron encontrar aquella «cuarta dimensión» del espíritu humano, donde el yo y el los demás, lo subjetivo y lo objetivo, pudieran disolver su distancia en un insconciente humano universal, los posmodernos han encontrado sólo una contradictoria red de falsas revelaciones y malentendidos, de los que, por si fuera poco, la narración etnográfica no podía ofrecer otra cosa que una pálida, insuficiente y distorsionada reproducción. Merece la pena tener en cuenta todos lo viejos problemas que las nuevas corrientes nos vuelven a plantear. Podemos resolver no caer en el total desaliento que nos tratan de suscitar, pero hay que reconocer que no dejan de tener razón cuando advierten del riesgo sofístico en que incurre en su labor el etnógrafo, de quién no podemos esperar que salga indemne de la obligación que se le impone de ir siempre lo más lejos posible. Una vez cumplido este requisito autorreferencial que nos enfrenta con nuestra condición de mediadores entre sistemas culturales dicen que irreductibles al nuestro, podemos adoptar dos vías. Una, la de continuar, a pesar de todo, con el proceso que conduce de la etnografía a la antropología, entendida ahora como tratamiento sistémico y comparativo de una tan precariamente constatada realidad. La otra, detener decepcionados la marcha y concluir que no había a dónde ir, es decir que es del todo imposible trascender la discutibilidad de los informes de campo, convertidos ahora en simples artificios literarios inverificables. No hay duda de que esta segunda opción, por mucho que no sea la nuestra, es del todo legítima y no impide que quiénes lo deseen continuen con su sísifica tarea de hacer de la antropología una disciplina que explica a base de traducir-traicionar códigos culturales.

 

 

 



[1] C. Geertz, «El reconocimiento de la antropología», Cuadernos del Norte, 35 (enero-febrero 1986), pp. 263-278.

[2] R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1988.

[3] J. Clifford y G.E. Marcus, eds., Retóricas de la antropología, Júcar, Gijón, 1991. Se citan en castellano las obras que conocen versiones en este idioma.

[4] C. Geertz, El antropólogo como autor, Paidós, Barcelona, 1989.

[5] A. López-Bargados, «De la etnologización de la filosofía contemporánea», Luego..., 15 (1992), pp. 21-40.

[6] J. Habermas, Ciencia y técnica como “ideología”, Tecnos, Madrid, 1992, p. 174.

[7] G. Vattimo, El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona, 1987.

[8] A. Cardín, «Mejor lábil que débil», Lo próximo y lo ajeno, Júcar, Icaria, 1990, pp. 31-46.

[9] E.E. Evans-Pritchard, Antropología social, Nueva Visión, Buenos Aires, 1982, p. 78.

[10] Piénsese en el caso de La rama dorada, de Frazer, para el caso de Wittgenstein (cf. Observaciones a La rama dorada de Frazer, Tecnos, Madrid, 1992), o Brujería, magia y oráculos entre los azande, de Evans-Pritchard, en el de Peter Winch (Comprender una sociedad primitiva, Paidós, Barcelona, 1994).

[11] R. Guidieri, Il camino dei morti, Adelphi, Milán, 1988, p. 25.

[12] C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, México, 1986, p.32.

[13] H.-G. Gadamer, La actualidad de lo bello, Paidós/ICE-UAB, Barcelona, 1991, p. 85.

[14] Geertz, La interpretación, p. 40.

[15] Habermas, Ciencia y tecnología..., p. 176.

[16] Lo que no excluye que Clifford Geertz haya podido constituir su influyente idea de antropología interpretacional a partir de la transición que el concepto ricoeuriano de inscripción permitía operar entre la escritura como discurso y la acción y el suceso como discursos.

[17] Cf. J. W. Fernández, Persuasions and Performances. The Play of Tropes in Culture, Indiana University Press, Bloomington, 1986.

[18] P. Ricoeur, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid, 1980, p. 74.

[19] En la discusión con Lévi-Strauss, en «Respuestas a algunas preguntas», en C. Lévi-Strauss, Elogio de la antropología, Caldén, Buenos Aires, 1976, p. 38.

[20] En Lévi-Strauss, op. cit., p. 45.

[21] Habermas, Ciencia y técnica..., p. 170.

[22] A. Cardín, «Coda», Lo próximo y lo ajeno, Icaria, Barcelona, 1989.

[23] C. Geertz, «El reconocimiento de la antropología», Cuadernos del Norte, 35 (enero-febrero 1986), pp. 263-278.

[24] R. Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1988.

[25] Lo que no excluye que Clifford Geertz haya podido constituir su influyente idea de antropología interpretacional a partir de la transición que el concepto ricoeuriano de inscripción permitía operar entre la escritura como discurso y la acción y el suceso como discursos.

[26] Cf. J. W. Fernández, Persuasions and Performances. The Play of Tropes in Culture, Indiana University Press, Bloomington, 1986.

[27] P. Ricoeur, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid, 1980, p. 74.

[28] En la discusión con Lévi-Strauss, en «Respuestas a algunas preguntas», en C. Lévi-Strauss, Elogio de la antropología, Caldén, Buenos Aires, 1976, p. 38.

[29] En Lévi-Strauss, op. cit., p. 45.

[30] Habermas, Ciencia y técnica..., p. 170.

[31] V. Crapanzano, «El dilema de Hermes: Desde el documento de lo oculto al oculto documento», en J. Clifford y G.E. Marcus, eds., Retóricas de la antropología, Júcar, Gijón, 1991, p. 92

[32] S. Tyler, «Acerca de la ‘descripción/desescritura’ como un ‘hablar por’», en El surgimiento de la antropología posmoderna, Gedisa, Barcelona, 1991, p. 301.

[33] J. Clifford, «Introducción: Verdades parciales», en Clifford y Marcus, p. 27.